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Crítica musical: The Rolling Stones, sueño de una noche de verano

Crítica musical: The Rolling Stones, sueño de una noche de verano

Este fue un show como debe serlo siempre: incondicional, intenso y lleno de colorido y de incitación. Mick Jagger debe ser a estas alturas el vocalista de rock más carismático y peculiar de la historia. Al tercer tema con la entrada de “Let’s Spend the Night Together”, simplemente se echó al público al bolsillo y lo demás fue coser y cantar.


Es la una de la mañana y acabo de llegar a casa después de ver el concierto de los Rolling Stones en el Estadio Nacional. La noche está hermosa y fresca y son miles los asistentes que se dirigen a la Plaza Ñuñoa o a los bares de la comuna para rematar una experiencia de gozo como pocas veces se tiene la ocasión de disfrutar en estos pagos.

Quisiera referirme al espectáculo de los ingleses pero no en términos de crítica o de mera anécdota, sino apuntar a algo que a mí me parece esencial: el desmadre orgiástico y químicamente rockero que el grupo inyectó en las venas sensibles de cada uno de los que fuimos al show de esta noche.

Lo ofrecido por Mick, Ronnie, Keith y Charlie fue simplemente una invitación a salirse de uno mismo para disolverse en la energía pura del sonido y la música, a todo dar, a toda entrega y teniendo al gozo por el alfa y el omega. Esto puede sonar muy pretencioso pero la verdad es que esta noche vimos un show del rock and roll más puro y crudo que la historia de esta música ha atesorado en cinco décadas. Los solos de Ronnie y de Keith, la performance increíble y prodigiosa de Jagger que hizo que todo el público lo siguiera y detrás de ellos el metrónomo impasible de un Charlie Watts a menudo subestimado como baterista pero que como responsable de marcar los tiempos y las entradas de los temas simplemente nunca se equivoca y refiere una contundencia percutiva que pone los pelos de punta.

Este fue un show como debe serlo siempre: incondicional, intenso y lleno de colorido y de incitación. Mick Jagger debe ser a estas alturas el vocalista de rock más carismático y peculiar de la historia. Al tercer tema con la entrada de “Let’s Spend the Night Together”, simplemente se echó al público al bolsillo y lo demás fue coser y cantar. Con cada una de las joyitas que el grupo puso a desfilar en escena: “It’s Only Rock and Roll”; “She’s a Rainbow ; “Paint it Black”; “Wild Horses” el sonido reverberaba dentro de uno como una inyección de poderosa heroína musical, el Nacional estaba en éxtasis y Sus Satánicas Majestades, al igual que el King Kong del filme, no se habían esforzado mucho para subir al pináculo más alto de la capitalina Torre Entel.

Se podrían llenar folios con los detalles de los punzantes solos de Richards y Wood y de cómo construyen sus acordes con el empleo de armónicos al final de cada frase, lo mismo que el apabullante despliegue físico y gestual de Mick, pero ¿de qué serviría? Si lo más excitante de la noche fue la sensual invocación a entrar en ese reino pagano de fiesta y tribalidad que el Rhythm & Blues stoniano inoculó en cada uno de nosotros.¿Acaso hubo alguien que no bailara con los sones de “Gimme Shelter” o de “Midnight Rambler” y “Brown Sugar”?

Apegados fielmente al credo del blues afroamericano, The Rolling Stones dieron una cátedra de cómo se debe tocar rock en vivo de manera que no queden dudas: el rock es una música para enamorarse a flor de piel y para gozar con el mismo sentido con que se goza en la cópula y en el exceso carretero. En ese sentido los Stones no tienen rivales: más crudos y más intensos que los sobrevivientes de los Beatles, más auténticos que la impostación americana de bandas como Guns ‘N Roses o Aerosmith y definitivamente más acá del rock que el pop edulcorado de otras megabandas como U2 o solistas prefabricadas como Lady Gaga, The Rolling Stones son los heraldos del rock más preclaro y genuino de la historia, ése que arrojó tanto la luz multicolor de Woodstock como la tragedia de Altamont y que a fuerza de sonar se ha instalado en los cromosomas perceptivos de las nuevas generaciones como un permanente llamado a vivir la propia vida como mejor nos parezca y a encontrarnos con los demás en lo que tienen de semejantes a uno.

La puesta en escena del concierto, luces, fuegos artificiales, sonido y audiovisuales fue encandilante y perfecta técnicamente. En un estadio Nacional abarrotado de público de toda edad y condición no hubo nadie que permaneciera indiferente ni que se quedase fuera del perímetro de la fiesta.

Por conciertos como éste es que vale la pena asistir y mantener viva la flama de la música. Es, a fin de cuentas, el periplo fantástico y supernatural de la visión isabelina de Shakespeare : la vida es un misterio y en ese devenir y juego, a veces luminoso, ora trágico, está el sentido trascendente de cada uno: el sueño idílico de los seres humanos.

El Rock de una Noche de Verano.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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