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Crítica de cine: “Victoria”, una sombra en la noche Una película de Sebastian Schipper

Crítica de cine: “Victoria”, una sombra en la noche

Concebida como un registro fílmico en tiempo real acerca de la jornada nocturna de una joven mujer española domiciliada en Berlín, el cuarto largometraje de ficción de este actor y realizador alemán, es un ejemplo de la cima creativa obtenida por una pieza audiovisual que complementa las características de un cuidado libreto y la velocidad y las intuiciones de una cámara audaz y vertiginosa, que apuesta por un unívoco plano secuencia. Trepidante desde principio a fin -y alentada por un soundtrack descollante- el presente título es un estreno exclusivo del Centro Arte Alameda.


“Nos duele sostener esa luz tirante y distinta, / esa alucinación que impone al espacio / el unánime miedo de la sombra / y que cesa de golpe / cuando notamos su falsía, / como cesan los sueños / cuando sabemos que soñamos”.
Jorge Luis Borges, en Fervor de Buenos Aires

Todos tememos a la soledad, enfrentar la oscuridad desnudos y sin nadie al lado, en compañía de fracasos, frustraciones y la ansiedad, la sensación de una ausencia imposible de definir y de verbalizar. Cuando las expectativas, los sueños, y los anhelos, no se han cumplido. Más aún si se está de viaje, o se intenta probar suerte en otro país: la diáspora española, que comenzó con la crisis de fines de la década pasada, empujó a sus hijos por el resto de Europa, y también hacia las antiguas, perdidas y olvidadas posesiones de ultramar. Así se encuentra Victoria, quien desafía y tienta a la suerte, mientras trabaja en un café como mesera, pese a las habilidades intelectuales que posee: una de ellas, interpretar a Liszt sobre las teclas de un piano, casi al mismo nivel de un concertista profesional.

En la memoria, la carrera actoral de Sebastian Schipper (Hannover, 1968), recuerda su participación en filmes como “El paciente inglés” (1996), “Corre Lola, corre” (1998), y en “3” (2010), las dos últimas piezas, pertenecientes a la filmografía del inefable y transgresor Tom Tykwer. La influencia de ese director que lo dirigió, se advierte en “Victoria” (2015), premiada por partida triple en la Berlinale de aquella temporada. Un solo plano secuencia, amortiguado por bellos y certeros interludios musicales, y la creación de un espacio cinematográfico, ágil, imprevisto, cambiante, difuso y concreto, situado con proximidad al centro histórico de la capital germana, de su pasado atestado de dolor.

Diversos motivos estéticos confluyen en la intencionalidad creativa de ese lente: la sugestión ambiental de la noche, el drama de una juventud precaria en afectos fundamentales (¡cómo nos hiere querer y que nos amen!), y que por eso mismo se aprieta contra cualquier tabla o salvavidas flotante; el anonimato de la estacionalidad inmigratoria, ese factor que puede huir o quedarse de acuerdo a las circunstancias y las posibilidades y oportunidades que tiene el interesado. Así, sin un punto de inserción fijo en la existencia, los cuatros protagonistas de “Victoria”, intercalan sus pericias a salto de mata, bajo el fragor de una jornada de juerga y de reventarse con alcohol y drogas al límite.

Ávida de compromisos eternos, la joven protagonista se envuelve en una encrucijada que no le corresponde, salvo por la simpatía y el cariño que le provocan, uno de los integrantes de ese trío de amigos revoltosos y estrafalarios. El papel de Laia Costa (la veinteañera madrileña, de nombre Victoria) refleja esa indefensión ante las mudanzas que operan de forma “desechable” en nuestras circunstancias más elementales, pese a la oposición, o a un intento de intentar siquiera buscar fidelidades y juramentos comprendidos, por estas víctimas tristes y autoflagelantes.

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La cámara persigue a la chica: se contorsiona, tiembla, son las agilidades de un foco sujeto a las réplicas y a los movimientos de una mano humana. Sin ser asfixiante, Schipper concede momentos y minutos de respiro: la música y la identificación emocional de los personajes (“la unión”), resultan los encargados de brindar esos sollozos dramáticos, entre tanto ir y subir escaleras, gritar por azoteas, entregarse a los sonidos y a los acordes de los “Valses de Mefisto”, de Franz Liszt. La noche, como en el cine de Michelangelo Antonioni, dispone de los esfuerzos, de las energías físicas y de la posibilidad de aprehender una emoción: el hallazgo del amor, la identificación y la compañía en otro ser que nos aprecia y respeta, a cambio –la obtención de aquel logro y quimera- eso sí, de una prueba terrible, de una valla inmensa por sortear.

El lente se detiene a fin de inmortalizar esa escena: fragilidad, admiración, belleza, los sonidos de una partitura, que ensamblan a dos personas en apariencia tan distintas una de la otra. Lo onírico que brega ante la opresión y la angustia de la realidad y de sus petitorios. La reciprocidad sentimental que se exhibe corporizada donde menos se pensaba hallar: en Sonne (el actor Frederick Lau), un habitual y mediocre delincuente de los bajos fondos berlineses. Victoria no lo piensa tres veces, y se lanza a esa carrera, que siempre es la de mayor largo, aliento y cansancio: la del amor.

Una cámara de la soledad urbana, inmigrante, europea y posmoderna, retrata Schipper, con este soberbio y hermoso thriller, que por pasajes (recordemos que se trata de un único plano secuencia), coquetea con el drama absurdo y romántico. Y esa orfandad, arroja a la chica española, con años de conservatorio, y quizás de estudios universitarios, a los brazos del hampón germano y sus amigos. Y el permanente fotograma en movimiento, con su instantaneidad y velocidad de las cosas, muestra ese caminar consciente, afirmativo, consentido hacia el precipicio y una caída libre.

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Por instantes, “Victoria” recuerda la filmografía de Fatih Akin, especialmente a su largometraje “Contra la pared” (2004): la marginalidad se reúne con la capacidad de asombro y la incorrección romántica y las ilusiones que nunca muren ni se acaban jamás. Acción trepidante, cuestionamientos éticos, citas al patrimonio del arte universal, actuaciones de altísima respuesta ante esas exigencias dramáticas, un guión y una intuición audiovisual, pensada, procesada en cada uno de los detalles (lumínicos, ambientales, musicales, de la serie de dispositivos cinematográficos que conforman una película), en procura y en la consecución de un total agresivo, tierno y sorprendente.

La profundidad de un flechazo, a la salida de un club nocturno del distrito berlinés de Kreuzberg. La inmanencia de la angustia y del absurdo que acechan a cualquier ser biológico pensante, más aún en una época desprovista de dioses, pero desbordada de anhelos por establecer lazos y una comunicación plena y superiores. Rodar un largometraje de dos horas y medias, a través de un sola cámara que prescinde del descanso, de la ayuda y de los cambios de ángulos (que prestan las posiciones de otros lentes), y además mantener la tensión, el prendamiento, dicen a la distancia de la capacidad como realizador de Sebastian Schipper, y de la fuerza sobrenatural de la noche, de la oscuridad, de la nocturnidad, para: “…sostener esa luz tirante y distinta, / esa alucinación que impone al espacio / el unánime miedo de la sombra”, y, agreguemos, el espejismo definitivo y el temblor frenético, del amor fortuito.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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