Para que del proceso constituyente que vivimos brote efectivamente un Chile digno, más justo, humano, con la naturaleza, y no por sobre la naturaleza, que posibilite un “buen vivir”, se requiere un profundo cambio cultural. Es por ello que es tan importante una presencia explicita -transversal y especifica- de la cultura y los derechos culturales en la nueva carta magna, que signifiquen cada parte de la misma en su dimensión cultural.
A dos años del 18 de octubre, prontos a comenzar a escribir el texto constitucional que marcará nuestra vida en común, se hacen más explícitos los anhelos en torno a la nueva carta magna. Anhelos de los convencionales, como de gran parte de la ciudadanía, cuyas manos deben entrelazarse para elaborar una constitución que responda efectivamente a las necesidades y urgencias expresadas de distintas maneras por décadas. Anhelos expresados con una fuerza inesperada en lo que fue “la revuelta”, “el estallido” y “el despertar de Chile”, lo que finalmente abrió la posibilidad del momento en que nos encontramos.
La palabra que ha de quedar impresa en esta nueva carta fundamental, debe dar cuenta entonces de esos deseos y desafío del siglo XXI por el que transitamos. Será inicialmente un palimpsesto, con múltiples posibles nombres ya que será la portadora de cada gran anhelo: la constitución de la Dignidad, la Constitución Feminista, la Constitución Plurinacional, la Constitución Decolonial, la Constitución Eco-ambiental, y también queremos que sea la Constitución Cultural.
Sin duda son muchas las perspectivas que debe contener este nuevo texto político, y todas ellas son complementarias. Así, el palimpsesto inicial se irá ajustando hasta encadenar un texto armónico y coherente, que dé garantías plenas y sustantivas de dignidad, igualdad, justicia, libertad, participación, entre otros. Cuando decimos que queremos que esta sea también una Constitución Cultural, decimos que la cultura y la diversidad de nuestras expresiones culturales debe ser considerada de manera transversal en todo el texto constitucional, asociado de manera estrecha con cada uno de los pilares que sustentarán su arquitectura misma.
Como señala Amaya Álvez, en el libro «La Constitución Feminista», la constitución es en sí misma es una construcción cultural, que “establece las reglas de convivencia de la sociedad política y distribuye poder a través del catálogo de derechos fundamentales”, pero, a su vez, debe incorporar explícitamente los derechos culturales consagrados en declaraciones, pactos y convenciones internacionales. Ello es un factor ineludible para reconstruir sentidos de comunidad.
En un sentido amplio, los derechos culturales son aquellos derechos humanos reconocidos en los instrumentos internacionales que están relacionados con la cultura. Como sostiene Donders (2011) son aquellos derechos que desempeñan un papel relevante en la preservación y el desarrollo de la cultura, aunque hoy es difícl desconocer que todos los derechos tienen una dimensión cultural, como el derecho a la vivienda, el derecho a la libertad de expresión o el derecho a la sindicalización, entendido como una expresión del modo de vivir y organizarse juntos (Álvarez & Correa, 2016).
Y no se trata sólo de un tema de acceso a bienes culturales, en la lógica que unos son los creadores y los otros, audiencias, consumidores culturales, terminología que ha naturalizado el neoliberalismo en el ámbito cultural, y que ha modelado las relaciones mercantilizadas. Como lo expresa la Declaración Universal de Derechos Humanos, “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad”, favoreciendo una concepción mucho más activa en relación a la cultura, como ciudadanas y ciudadanos culturales.
Lo destaca claramente la Observación General 21 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas al señalar que la participación, el acceso y la contribución a la vida cultural, son elementos que se interrelacionan, propiciando una sociedad donde todas y todos seamos efectivamente constructores culturales, sujetos críticos, capaces de leer y comprender lo que nos rodea, con una mirada propia del mundo en el que vivimos.
Tanto el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966 de las Naciones Unidas, como la Convención sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales de Unesco del 2005, refuerzan la radical importancia de incorporar la dimensión cultural para avanzar hacia una sociedad más plena y una vida digna. Y evidentemente no se trata de poner la palabra “cultura” como un adorno, limitando su presencia a una expresión formal.
¿Como lograr que tenga una presencia sustantiva?
Sin perjuicio del escaso debate internacional y el casi nulo debate nacional sobre los derechos culturales, creemos necesario que en la discusión constitucional se consideren las recomendaciones contenidas en el Declaración de Friburgo sobre derechos culturales, que reconocen los siguientes seis ámbitos o categorías de derechos que pueden materializar el concepto de derechos culturales:
i) Derecho a la identidad y al patrimonio cultural. Se le reconoce a toda persona el derecho individual o colectivo a elegir y a que se respete su identidad cultural; a conocer y a que se respete su propia cultura, como también las culturas que, en su diversidad, constituyen el patrimonio común de la humanidad; y, el derecho a acceder a los patrimonios culturales que constituyen expresiones de las diferentes culturas.
ii) Derecho a la autodeterminación cultural. Toda persona tiene el derecho a exhibir o a no exhibir un vínculo con una comunidad cultural, esto es, a identificarse o no con una o varias comunidades culturales;
iii) Derecho de acceso y participación en la vida cultural de toda persona, de manera libre y sin restricciones, derecho que comprende, por una parte, el ejercicio de la libertad de expresión en el idioma que cada uno elija y la libertad de ejercer las propias prácticas culturales y, por la otra, la libertad de compartir el conocimiento y las expresiones culturales, gozando de la protección de los intereses morales y patrimoniales derivados de sus creaciones.
iv) Derecho a la educación y formación. Se reconoce el derecho de toda persona a una educación y a una formación que contribuyan al libre y pleno desarrollo de su identidad cultural, siempre que se respeten los derechos de los demás y la diversidad cultural;
v) Derecho de información y comunicación. Como parte del derecho a la libertad de expresión, toda persona tiene derecho a recibir información libre y pluralista, que contribuya al desarrollo pleno libre y completo de su identidad cultural;
vi) Derecho a la cooperación cultural. Toda persona tiene derecho a participar en el desarrollo cultural de las comunidades a las que pertenece; en la elaboración, la puesta en práctica y la evaluación de las decisiones que la conciernen y que afectan el ejercicio de sus derechos culturales; y en el desarrollo y la cooperación cultural.
Adicionalmente a ellos, sería bueno considerar que, en cada ámbito y capítulo del texto constitucional, habría que considerar el carácter e implicancia cultural del mismo, en en entendido que la cultura es comprendida como los modos de vivir, las maneras de relacionarse, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias que pueden compartir una sociedad o grupo de individuos determina, tal como señala la Observación General 21 de Naciones Unidas.
Para que del proceso constituyente que vivimos brote efectivamente un Chile digno, más justo, humano, con la naturaleza, y no por sobre la naturaleza, que posibilite un “buen vivir”, se requiere un profundo cambio cultural. Es por ello que es tan importante una presencia explicita -transversal y especifica- de la cultura y los derechos culturales en la nueva carta magna, que signifiquen cada parte de la misma en su dimensión cultural.
Daniel Álvarez Valenzuela es académico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Paulo Slachevsky Chonchol es editor de LOM Ediciones y integrante de Editores de Chile.