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Escritor Claudio Garrido Moya: «el retrato de una clase media que suele ser el jamón del sándwich sigue estando bastante ausente» CULTURA

Escritor Claudio Garrido Moya: «el retrato de una clase media que suele ser el jamón del sándwich sigue estando bastante ausente»

Con «El andén de las distancias» (Ediciones Cinta Rota, 2021) debuta en la ficción, una novela que supera las 500 páginas y que empezó a escribirse en 2005: la historia de un chico, que bien podría ser cualquier chico, a punto de terminar su enseñanza media y que, en medio de una realidad por momentos brutal, deberá tomar decisiones que cambiarán indefectiblemente el curso de su propia existencia. Todo esto, en el mismo 2005, donde muchas acciones sociales y de la vida cotidiana se hacían de forma distinta a la de hoy.


“Los vidrios empañados evidenciaban un colectivo pesar por el ambiente no amigable. Sin embargo, me daba un aire de tranquilidad y paz pues es un momento en el cual todos buscamos el calor de algún modo. La gente se estrecha, se acerca, como si supiera que hay alguien que perdido en su silencio clama por compañía”.

Fragmento del libro «El andén»

Claudio Garrido (Santiago, 1988) es periodista de la Universidad de Chile y profesor de Lenguaje, además de director del canal de YouTube Aguja TV. En 2016 publicó el libro «Transantiago: La Capital Indignada» (Ediciones Radio Universidad de Chile), un extenso reportaje acerca de la historia política, antecedentes y consecuencias del sistema público de Santiago.

Con «El andén de las distancias» (Ediciones Cinta Rota, 2021, cuyo Instagram es @elandendelasdistancias) debuta en la ficción, una novela que supera las 500 páginas y que empezó a escribirse en 2005: la historia de un chico, que bien podría ser cualquier chico, a punto de terminar su enseñanza media y que, en medio de una realidad por momentos brutal, deberá tomar decisiones que cambiarán indefectiblemente el curso de su propia existencia. Todo esto, en el mismo 2005, donde muchas acciones sociales y de la vida cotidiana se hacían de forma distinta a la de hoy.

Maipucino de corazón, este libro es un reflejo de los trayectos, quizá de los propios, ese tránsito de la adolescencia a la adultez, plagado de revelaciones, crecimientos, torceduras y no pocas penas; y que entroncan sus preocupaciones literarias con los desplazamientos urbanos.

– Cuéntanos del título, ¿por qué se llama así más allá del desenlace, claro está?

– El protagonista, luego de un largo trayecto, se da cuenta que ha estado distanciado de todo. Resulta que esa distancia con la realidad, la permanente evasión a la que estuvo acostumbrado dentro de su zona de confort, le condicionó la forma en cómo debía enfrentar las distintas situaciones que se le fueron presentando.

Entonces, cada día emprendía un viaje tortuoso, un verdadero derrotero para llegar a ese lejano destino de ser “un hombre grande”, sin necesariamente estar al tanto de todas las reglas del juego, por el abandono -voluntario e involuntario- de sus seres significativos. Esa cuestión de demostrar ser un ser maduro y decidido, cuando todavía no se seca ni el ombligo.

A esto hay que sumarle que en la condición de vida que tenía, la falta de referentes, por ejemplo, lo obligan a esbozar itinerarios de resolución que muchas veces resultaron en mamarrachos de intenciones, pero a los que subyacían pretensiones nobles. Es ese juego de la adolescencia que termina abruptamente, y que de pronto las responsabilidades caen de sopetón, cosas que se ven tan lejanas y que de un minuto a otro te ves subiéndote al tren, pues debes marcar la tarjeta en todos esos destinos.

El título lo tuve que cambiar. Se iba a llamar “A un metro de ti” en 2005, y así lo presenté mucho tiempo en el Fotolog. Sin embargo, como después se hizo una película chilena con ese título -con una historia totalmente distinta- me vi en la obligación de ese cambio… y fue lo último que hice. Entonces, entendí que el concepto de la lejanía, de la distancia, de no haberse hecho cargo de antemano de lo que venía, calzaba. Esa cuestión de resolver todo a última hora para quedar bien… y que no siempre termina como se espera.

– Este libro data del 2005. ¿Cómo surgió? ¿Cómo pervivió en el tiempo para llegar hasta hoy como una novela publicada?

– La anécdota de la chica del metro fue real. Ocurrió en diciembre de 2004 y yo tenía 16 años. Ella era realmente bonita, pero en ningún minuto se me pasó por la cabeza hacer lo que Antonio hizo, de seguirla y defenderla, de saber su nombre o su historia. Lo único que recuerdo es que en el celular que tenía en ese tiempo -sin cámara- escribí su descripción.

De hecho, la acción de Antonio con la que se inicia el relato la cuestioné bastante al momento de reencontrarme con la historia, porque evidentemente los discursos y la mirada del romanticismo ha cambiado rotundamente desde ese tiempo. Ese Antonio, hoy por hoy, sería tomado como psicópata o algo por el estilo, y su acción no es una cosa que yo tampoco haría. Ya sea por cierta timidez y porque tampoco sería aceptable socialmente.

Pero hay que considerar también el contexto de producción. El Claudio del 2005 era todavía un ser humano en formación en una sociedad donde todavía eran hegemónicos los discursos heteronormados y patriarcales -mucho más que ahora-, y la vieja escuela de los amores urbanos. Imperaba todavía la retórica del hombre que persevera por el romance, y que se muestra en esta fantasía del cabro adolescente que sueña con una mujer mayor. No miento que me hizo algo de conflicto y me obligó a una decisión: debía respetar el sueño o la visión de ese Claudio.

Entonces, debí dialogar con él. Reencontrarme con mi ser de 16 años, y que él mismo me contara que era una historia que respondía a la pregunta de “qué hubiese pasado si…”. El universo paralelo que se forma cuando distintas decisiones llevan a rutas distintas. Ese Claudio tenía una pretensión, tal vez el hecho de ver publicada esa historia no era más que una idea loca, un sueño, un derecho privativo de la élite intelectual. Entonces me sentí con la responsabilidad de acompañarlo en ese sueño, ya que ahora contaba con las herramientas para hacerlo.

Más de un 30% de esa historia fue contada en esos lejanos años, incluido su desenlace, y terminarla fue un acto de respeto y amor a ese muchacho. Pese a que muchas veces le tiré las orejas porque es inevitable volver a ver las cosas de forma crítica ya siendo adulto.

– Los personajes están inmersos en sus conflictos y soledades, demasiado frágiles y, por ende, demasiado humanos, ¿cómo los fuiste perfilando? ¿Cuánto de realidad hay en esta novela?

– De realidad hay mucha. Y yo creo que puede que a ratos sea insoportablemente real. Pero no es esa realidad tan reiterativa que se ha vuelto en la literatura chilena, tan apegada a la memoria de la dictadura, o la marginalidad en sus distintos ámbitos. Dichos discursos en ningún caso me parecen negativos, pues en su minuto fueron acallados y es necesario saberlos para reinterpretarlos. Yo mismo los enseño en el aula, realmente siento que son necesarios.

Pero también, el retrato de una clase media que suele ser el jamón del sándwich sigue estando bastante ausente en la bibliografía. Chile no son sólo los pobres y los ricos. También hay una gruesa cantidad de gente que son los que no son demasiado pobres para conseguir beneficios y tampoco son demasiado ricos para obtener acceso a créditos, a estudiar o tener mejores condiciones de vida, y suelen ser considerados -manoseados, diría yo- sistemáticamente para discursos ajenos. No para los propios de ellos mismos.

Por lo mismo, la construcción de los personajes abrazó esa idea, también influido porque el contexto de producción no me permitía más. Ese Claudio conocía Maipú solamente y un par de ciudades de Chile no tan lejanas. Recién estaba explorando Santiago, subiéndose a las micros y tal como lo hacía el protagonista de «Formas de Volver a Casa» de (Alejandro) Zambra, tomaba la micro después de salir del colegio los viernes y se recorría el metro entero, o el recorrido de una micro de punta a punta. Entonces, los entornos conocidos tampoco eran tan variados.

En 2005 tampoco yo conocía la marginalidad, la pobreza, pues nunca tuve esas necesidades. Sí, tuvimos dificultades económicas muchas veces en casa, estudié becado mucho tiempo en la media, y en muchas ocasiones vivimos reventando la tarjeta de crédito o el Dicom respirándonos en la nuca para jodernos la existencia. Pero tampoco sabía el otro lado, cosas que vine a conocer recién siendo grande. Los ricos eran para mí personajes de la tele.

Entonces, los personajes de «El Andén» los tenía cerca de mí, a cada rato, y con problemas existenciales que conocía pues eran cercanos. Lo que sí podría agregar, considerando que casi todos los personajes son escolares, es que mi paso por la docencia me permitió darle una mejor perspectiva de los problemas escolares mencionados: el bullying, los embarazos adolescentes, los problemas familiares, y la brutal falta de herramientas del sistema escolar para poder contener a tanto joven que hoy sufre, y que en 2005 también sufría, pero los temas que aquejaban no se hablaban, porque no era tema. Y constatar eso, ha sido más que doloroso, más aún siendo profesor -que me permite tener una visión más amplia del tema- y haber sido testigo y víctima de algunas cosas por el estilo.

– ¿Buscabas retratar el mundo de una clase media empobrecida, atribulada por la falta de dinero y oportunidades?

– Esta historia no era posible escribirla sin considerar eso. Porque ese aspecto es constitutivo de esta clase media, y hoy por hoy lo constatamos de la forma más cruda. La inflación de hoy perfectamente pone de manifiesto que esa clase media -chapa que muchos querían tener en su minuto- está a un giro dramático de caer en la pobreza, o en la anulación cívica que, por ejemplo, te deja estar en Dicom. Uno se convierte en paria.

Y resulta que es la misma clase media que vive siendo insultada por la élite, la que suelen llamarle flojos, la que no tiene los pitutos ni los contactos para nada. Pero a la vez, tampoco son objeto de ninguna clase de beneficios permanentes, porque tienen un ingreso, y porque también la cantidad de personas pobres es importante frente a un estado que no da abasto y una clase política y empresarial que históricamente ha actuado con despotismo.

Más que buscar ese retrato como fin, era un medio. Esta historia funciona con ese antecedente, porque es esa misma clase media que sueña con emprender vuelo, con volverse otra cosa, creer en la movilidad social y la meritocracia, básicamente tener la chance de poder cumplir sueños. Darse la oportunidad de vivir a gusto, darse un lujo y lograr cosas. Sentirse con el derecho de poder disfrutar el resultado de su abnegado trabajo, tanto material como espiritualmente.

Antonio también tiene su sueño, de convertirse en un hombre que al fin pueda ser reconocido por hacer algo bien con alguien que quiere. ¿Cuántas personas de nuestra clase jamás han sido reconocidas por sus buenos actos? Y si no es así, ¿cómo podemos darle sentido a hacer las cosas bien, más allá de que “el sistema” siga funcionando?

– Hay cierta geografía de los recorridos, Maipú, Pudahuel, La Florida, Puente Alto, Las Condes, eres preciso en nombres (calles, intersecciones o locales comerciales), pero cobra especial interés el metro como eje de la capital, ¿cuál es su importancia? ¿Qué representa, a la luz de estos casi veinte años, para ti como periodista y escritor?

– El metro es el lugar donde nace y muere esta historia. El metro es el medio de transporte que en todos los barrios van a querer que llegue y donde resulta difícil perderse. Es un lugar donde -pese a todo- al ingresar a su sistema puedes sentirte relativamente seguro (haciendo la nota al margen de que no pueden decir lo mismo las mujeres, por ejemplo), al menos comparándolo con otros modos de movilidad. Es un medio de transporte eficiente, probablemente una de las mejores cosas que tengamos en este país pese a que en los últimos años el manejo político y empresarial fue paupérrimo.

El transporte público, en general, juega un rol importante en mi vida, pues me ha acercado a vivir. A tomarle el pulso a la vida, la ciudad, la reflexión del día a día. Observar cómo esta ciudad cambia cuando tomas el metro en Plaza de Maipú o Cerrillos y luego te bajas en Baquedano y Los Leones. A ver cómo se desenvuelven las vidas en sus espacios, donde no sólo son lugares de paso, sino que sitios donde ocurren cosas.

Cada día en el metro hay negocios que se concretan, decisiones que cambian vidas, relaciones que empiezan y terminan, carretes que comienzan en sus andenes, y vidas que terminan. No podemos soslayar que el metro es un lugar donde ocurren cosas, no es un mero medio de transporte, y hay que entender que la movilidad también se vincula a una red de relaciones sociales, cosa que por ejemplo no se consideró en el diseño de Transantiago. Estás compartiendo espacio con más personas, con más realidades, y la del metro puede ser incluso mucho más heterogénea que la que se da en los buses del transporte público.

En el metro somos todos iguales. Vamos a la misma dirección y nos detenemos en las mismas estaciones. Y si es necesario, vamos todos apretados, escuchando las conversaciones y los anuncios de las estaciones. Lo único que cambia -a ratos- son los trayectos. Cada persona tiene sus estaciones, donde no sólo hay espacios, sino también tiempos. Así, la historia de cada cual se convierte en una red individual de estaciones reales y metafóricas. Los transbordos de cada cual marcan finalmente el destino, tal como en las trayectorias de vida.

– A propósito de lo anterior, todavía nos queda en la retina el incendio que afectó a muchas estaciones durante el estallido social, ¿cómo lo ves en términos sociales, políticos y culturales? ¿Qué pasó con ese otrora símbolo de la modernidad y el progreso?

– El incendio de varias estaciones del metro fue un suceso sumamente lamentable que sólo terminó afectando a las propias personas que lo utilizaban. Una cosa es evadir, la otra es destruir un medio de transporte masivo. Sin embargo, ese triste acontecimiento hay que analizarlo en contexto.

La decisión de que Metro fuera parte de Transantiago desde un principio fue polémica, y lo vivido en el 2007 contribuyó a que el ferrocarril metropolitano recibiera los golpes que se merecía el malogrado sistema. Y puede entenderse como una injusticia, pues precisamente el Metro era ese modelo de modernidad y progreso, era -y sigue siendo para muchos- una expresión de cómo se hacían las cosas bien, y ese discurso chocó violentamente con la implementación de Transantiago.

Todo lo vivido en 2007, por culpa de decisiones políticas y recortes presupuestarios -detallados en el libro «Transantiago: La Capital Indignada»- fue una ofensa supina a la ciudadanía de Santiago, y esa clase de agravios no son fáciles de olvidar para una sociedad compuesta por una masa de personas que sólo querían cumplir con ir a trabajar y luego llegar a casa, y ni siquiera eso podían hacer por culpa de unos ineptos que hoy siguen forrándose de plata.

No hay que mirar en menos la memoria popular. Pues después vinieron los grandes desengaños: Los escolares habían comenzado meses antes con la Revolución Pingüina, la corrupción, las repactaciones unilaterales, los raspados de olla, la gran mentira de las pensiones. Un derrotero de agravios que probablemente las personas veían desde la televisión o les afectaban de una manera tangencial. Pero cuando te metes con el pasaje de la locomoción te metes directamente en el bolsillo de las personas.

El Metro no podía quedar ajeno, es parte del sistema. La expresión de rabia naturalmente iba a salpicar a todos los componentes del sistema. Se quemaron estaciones y numerosos buses del Transantiago. De vez en cuando seguimos sabiendo de buses del sistema RED quemados (que básicamente siguen replicando el modelo del Transantiago). Y son situaciones que vienen a recordar que de vez en cuando nos hacen tener presente nuestro lugar en esta pirámide social, que nos obligan a bancarnos las migajas que nos entregan. Que al igual que en 2007, un ministro de estado nos mandaba a levantarnos (aún) más temprano, y otra autoridad indolente agregaba que los escenarios de precariedad eran para hacer vida social.

Finalmente, el metro quedó en esa ilusión de modernidad. Es cierto, técnicamente tenemos uno de los mejores metros de Sudamérica, pero el metro es parte de una ciudad, y ésta, de una sociedad. Es ahí donde está la fractura, el riel malogrado, que seguirá opacando lo que antes distinguía al metro. Se erige todavía como lugar de encuentro en el anonimato de más de dos millones de causas diarias, que recibe también el oprobio de una sociedad hastiada, por ser parte funcional de su siniestro engranaje.

– Santiago es una ciudad desigual en un país desigual y con medios de transportes desiguales, ¿cómo eso influye en tu escritura considerando también el libro que publicaste sobre el Transantiago?

– Influye en la medida de cómo se conciben los momentos que se vivencian en los espacios de movilidad. El transporte público es un lugar colectivo, performático, donde transcurren vidas y se mueven intenciones. Y resulta que, pese a los discursos grandilocuentes de autoridades y académicos del área, poco se está haciendo para que ese espacio de sociedad tenga su lugar prioritario.

La desigualdad se ve en algo tan simple como una micro llena de gente metida en un taco con cientos de autos alrededor, en una ciudad donde no se ha logrado materializar la correcta distribución de las actividades civiles: estudiar, trabajar en muchos casos sigue implicando cruzar de punta a punta una urbe que sigue expandiéndose. Entonces, la gente se compra autos, copa las calles y nunca más recuperas esos pasajeros. El auto propio más que nunca sigue siendo un sueño pese a tener que bancarte tacos eternos y una bencina carísima, no sólo porque en teoría demoras menos tiempo de desplazamiento, sino también porque no tienes la obligación de compartir el espacio con nadie.

Desde mi punto de vista de periférico, que he tenido muchas veces que trabajar o estudiar al otro lado de Santiago, veo ese maltrato. Santiago, en muchos aspectos, es una ciudad poco amigable y se hace necesario ser acucioso y darse el tiempo de explorar para poder pillar sus bondades. Por eso, esta idea de los constantes desplazamientos, de los andenes como sitios de reflexión, pues cada estación es una experiencia y pasan cosas, sobre todo en la misma cotidianeidad.

Lo que pasa, es que la desigualdad no se ve sólo en los edificios, las tecnologías, las marcas de autos que hay en un sector. También se ve en cómo podemos vivir esta urbe. Santiago es fome porque pocos tienen el privilegio de vivirlo. No hay tiempo para nada, ni para leer, ni para disfrutar una obra teatral, una feria de libros o de las pulgas. No es parte de los hábitos de la gente común entregarse a los espacios de la ciudad, viven todos muy ocupados de la casa a la pega y de la pega a la casa; y sumado a los discursos terroríficos de delincuencia, a la retórica del terror por el prójimo -herencia de tiempos siniestros-, pareciera que tampoco hay interés por concebir espacios amenos. Las actividades recreativas y sociales suelen ser grandes acontecimientos y no la costumbre.

Me ha pasado que viviendo en Maipú hacia el poniente hay muy pocos sectores proclives de caminar o sencillamente estar de forma agradable, de estar en un área verde o un área construida, pero con actividades interesantes con espacios seguros y acogedores. Y aquí no me refiero sólo al rol del municipio o del gobierno central, sino también de los privados. De hecho, debo reconocer el logro que significó que la municipalidad trajera de vuelta la feria del libro semanas atrás.

¿Pero dónde haces civilidad? ¿Dónde puedes involucrarte con otro ser? Si todos los espacios los diseñan para que sean de paso, porque nuestras jornadas laborales son extenuantes, porque la esclavitud de la vida adulta no permite siquiera detenerse unos minutos a disfrutar un atardecer, una sopaipilla, qué se yo; sin sentir la culpa, la amonestación.

¿Por qué en la periferia pasa eso? Porque sencillamente sigue el pensamiento patronal que primó en el Transantiago. “Traigamos micros con pocos asientos para llevar más gente, sale más barato… y porque nadie podrá reclamar que van como sardinas en un tarro con ruedas” sigue siendo hegemónico. Bueno, esa decisión que acabo de comentar fue real y deliberada. Nada me hace pensar que en los espacios públicos de la ciudad no se piense con el mismo criterio. Y eso, es sumamente violento.

– ¿Qué le dirías a los lectores que tomarán “El andén de las distancias” entre sus manos? ¿Alguna recomendación?

– «El Andén» es una invitación a juntarnos con los jóvenes. A tratar de entenderlos en sus inquietudes. Muchas de las cosas que vivimos en la juventud y en la ciudad hoy se siguen viviendo con una intensidad mucho mayor, pues lamentablemente la sociedad se ha tornado más violenta y punzante con sus discursos.

Si bien hay muchos temas que hoy se hablan, y que en el contexto de la historia de Andén eran tabú; también es cierto que esta libertad de expresión malinterpretada y desregulada, sobre todo en las redes sociales, ha dado espacio a numerosos discursos de odio y posverdades que pueden tener consecuencias desastrosas.

Y nuestros jóvenes están expuestos. Muy expuestos.

Por eso, con el paralelo que se puede hacer con «El Andén», podemos hacer esta analogía de cómo se hacían las cosas: es cierto que hay cambios en cómo abordar ciertos temas. ¿Pero en qué medida nos hemos hecho cargo? ¿Vamos a seguir esperando que alguien tome la bandera, como dice la canción de Los Prisioneros, “es fácil vegetar, dejar que otros hablen y decir ellos saben más que yo”? Resulta que hay mucha pasividad, mucha flojera en hacer sociedad.

Por eso «El Andén» evoca esa solidaridad, esa ansiedad, pero comprensión de los procesos que implica el esperar, y entender las consecuencias de los comportamientos impulsivos, los abandonos y asumir responsabilidades.

Espero, finalmente, que la persona que lea «El Andén» termine por querer abrazar al protagonista. Antonio se convierte en millones de jóvenes de 17 años que hoy pueden perfectamente tener un pandemonio en la cabeza y que por estar muy ocupados los estamos dejando botados. Subyace a este relato un llamado a la responsabilidad con nuestros herederos. En definitiva, a hacernos cargo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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