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«La muerte es un trámite» de Diego Muñoz Valenzuela: al final ganan los buenos CULTURA|OPINIÓN

«La muerte es un trámite» de Diego Muñoz Valenzuela: al final ganan los buenos

El protagonista, Jerónimo Lisboa, tiene más de ciento treinta años, pero conserva la lucidez que le permite manejar su imperio económico. Claro que permanece en su oficina con las cortinas cerradas porque su piel ya no resiste el contacto con los rayos del sol. Su cuerpo no va a durar mucho más, pero su fortuna le permite cambiarlo por un cuerpo joven, de veinte años. Así que ha conseguido que un médico le trasplante su cerebro, con todos sus conocimientos, fruto de una dilatada experiencia, a un clon de sí mismo que posee el tesoro de la juventud. La intervención se realiza con pleno éxito. Y el vejete, transformado en mozalbete, se presenta como su hijo y único heredero de su inmensa fortuna; un hijo a quien nadie conocía porque vivió siempre en el extranjero, estudiando y preparándose para suceder a su padre.


Esta es una novela de anticipación, que transcurre en el futuro, y ha sido escrita a la manera del pasado, como se escribían las novelas de aventuras a principios del siglo veinte, cuando el lector ansiaba saber qué ocurriría en la página siguiente, en el próximo capítulo. ¿Ganarán los buenos o los malos se saldrán con la suya? Porque aquí hay buenos y malos, como en los libros de Salgari, de Sabatini, y aquí también, como en aquellos, el autor toma partido, por el bando de los buenos, naturalmente.

Pero si en la forma retrocedemos cien años, en la trama avanzamos menos. Digamos que la historia ocurre en Chile dentro de treinta o cuarenta años. No más que eso, porque el país que nos muestra es en todo similar al de hoy. Con ricos excesivamente ricos, corrupción exacerbada en las esferas políticas y policiales, y una delincuencia más organizada y poderosa que la que conocemos. Pese al avance del tiempo, los chilenos han retrocedido en el uso del lenguaje, que se ha empobrecido.

El autor juega con esta característica, de manera inteligente e irónica, obligando al personaje más ilustrado a explicar el significado de las palabras que emplea, cuyo sentido escapa a la comprensión de los demás. La ciencia, específicamente la medicina, ha avanzado un poco, como que es capaz de vencer a la muerte. Lo consigue de manera ingeniosa, discutible moralmente, tanto que está prohibida por la ley. Pero el dinero lo compra todo, de partida la legalidad. Así que el futuro al que nos traslada la novela es bastante similar al presente.

Partamos por el principio, el protagonista, Jerónimo Lisboa, tiene más de ciento treinta años, pero conserva la lucidez que le permite manejar su imperio económico. Claro que permanece en su oficina con las cortinas cerradas porque su piel ya no resiste el contacto con los rayos del sol. Su cuerpo no va a durar mucho más, pero su fortuna le permite cambiarlo por un cuerpo joven, de veinte años. Así que ha conseguido que un médico le trasplante su cerebro, con todos sus conocimientos, fruto de una dilatada experiencia, a un clon de sí mismo que posee el tesoro de la juventud. La intervención se realiza con pleno éxito. Y el vejete, transformado en mozalbete, se presenta como su hijo y único heredero de su inmensa fortuna; un hijo a quien nadie conocía porque vivió siempre en el extranjero, estudiando y preparándose para suceder a su padre.

Hasta aquí, todo perfecto. El protagonista tiene para cien años más, cuando volverá a cambiar su cuerpo y mantendrá su cerebro y su fortuna eternamente. Lo malo es que la noticia se filtra y llega a conocimiento de un abogadillo de mala clase, que la comparte con el jefe de la mafia, que curiosamente tiene nombre árabe: Mahmud Ben-Hassal.

Y ahí el argumento de ciencia ficción se transforma en policial. Se trata, ahora, de impedir que los del bando contrario alcancen la inmortalidad por el procedimiento de Jerónimo Lisboa. Y empieza entonces la pugna entre el grupo de Lisboa y el de Ben-Hassal. Digamos que ambos luchan con las mismas armas y en los dos bandos hay asesinos a sueldo que no vacilan en mandar al infierno a un ser humano por un precio adecuado. Pero unos son los buenos y otros, los malos. El autor no vacila en calificarlos.

Veamos la descripción de un personaje: “Dueño de un cuerpo escuálido, casi insignificante, rasgos angulosos, nariz afilada y pómulos salientes con enormes y desorbitados ojos, cabello escaso y seboso; para colmo de horrores, una pera raleada hecha de retorcidos pelos le colgaba del rostro ya suficientemente espantable. Ninguna buena conciencia podía almacenar aquel esperpento que parecía surgido de una película de zombis con bajo presupuesto”. (Pág. 55).

Y ahora, un personaje del otro bando: “Levantó la mirada y se encontró con la atractiva silueta de la doctora Anríquez. Se incorporó impulsado por un resorte invisible, azorado por la presencia de aquella mujer que lograba inquietarlo de múltiples formas: su voz, el aroma suave que desprendía, la mirada azul límpida, su boca de labios carnosos, la forma de vestir, su natural gallardía… y, por cierto, la juventud”. (Pág. 16).

Usted dirá cuál de los personajes descritos es de los buenos y cuál, de los malos.

Hay policías malísimos y uno bueno en exceso. Aparecen asesinos que se convierten en tipos agradables y el lector quiere que les vaya bien. El hombre de confianza de Jerónimo Lisboa cree en Dios y sigue los mandamientos; pero los hechos van corroyendo su fe que, sin embargo, nunca la pierde. Es bueno a carta cabal.

Esta forma de presentar a los distintos personajes responde, como dijimos, a la forma narrativa de antiguas novelas de aventuras. Este libro despierta recuerdos amables en el lector. Qué entretenidas resultaban esas novelas. Y qué entretenida es esta, que nos traslada no al tiempo que vivieron nuestros abuelos, sino al que vivirán nuestros hijos.

Y en cuanto al final de la historia, un comentarista nunca debe adelantar el final. Los que han leído novelas de aventuras de hace cien años saben que siempre ganan los buenos. Pero eso no le quita pizca de interés a la grata lectura de «La muerte es un trámite». Un título que enriquece la producción novelística de Diego Muñoz Valenzuela.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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