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El año en que sabremos si acaso existe oposición Opinión

El año en que sabremos si acaso existe oposición

Nicolás Grau
Por : Nicolás Grau académico del Departamento de Economía de la Universidad de Chile
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El ejercicio de una oposición programática y sin complejos debe estar acompañado de una clara comunicación al país. En la que se señale cuáles son los principios políticos que guían estas votaciones y cuál es el marco político que puede permitir un acuerdo con el Gobierno en cada ámbito. Hacer esto fortalecerá nuestra democracia, ayudará a atenuar la presión mediática contra el “falso obstruccionismo” y, además, hará menos probable que el Ejecutivo consiga pasar sus proyectos “pirquineando los votos”, logrando presentar la debilidad en las convicciones políticas de algunos como un acto patriótico.


Si hay algo que como generación de izquierda posdictadura nos ha tocado escuchar hasta el hastío, es que no se pueden hacer cambios importantes sin tener una mayoría política estable empujando tales transformaciones. Irónicamente, Sebastián Piñera está empecinado en mostrar que esta “ley de la transición” no es cierta, al proponerse realizar relevantes transformaciones de orientación conservadora, a pesar de que tal visión política está en minoría en el Parlamento.

¿Cómo pretende lograr semejante hazaña política? La estrategia del Gobierno tiene dos componentes principales. Por una parte, saturar el debate público con una serie de proyectos que implican cambios profundos y con una tendencia derechista clara, actuando como si tuviera una amplia mayoría política en el Congreso. Por otra parte, fuera de ciertos arranques de sinceridad, se suelen presentar estas transformaciones como “mejoras” y “modernizaciones” de lo actual, eludiendo de este modo el debate más ideológico.

La combinación de estos dos elementos pone a la oposición en una incómoda situación. ¿Cómo votar tantas veces en contra de propuestas que simplemente buscarían mejorar la situación actual?  

Esta estrategia se ilustra con nitidez en el caso de la propuesta de “modernización tributaria” y su discurso de instalación por parte del Gobierno. En esta reforma, en vez de plantear una disputa frontal y honesta respecto a las dos visiones de sociedad en juego –un Estado pequeño y financiado por impuestos indirectos (por ejemplo, IVA), versus un Estado más robusto que asegura derechos sociales y que se financia por el tributo de los más ricos–, el Ejecutivo ha decidido hablar de modernización, de simplificación y vocifera utilizando creativas piruetas contables para tratar de convencernos de que su propuesta no pone en riesgo la recaudación fiscal y que no favorece a los más ricos. Así ha buscado generar una presión mediática para que los legisladores de oposición aprueben el proyecto, incluso votando en contra de sus convicciones políticas.       

El Gobierno sabe que fuera de esta presión mediática no hay ninguna razón para que la oposición apruebe –incluso– la idea de legislar en esta materia. Ya que, por una parte, hay una visión bastante compartida entre los técnicos de oposición respecto a que la propuesta va a disminuir la recaudación fiscal y que es un cambio altamente regresivo, no solo porque facilita la elusión tributaria de los grandes contribuyentes, sino porque además intenta financiar la reducción del impuesto a los accionistas de las grandes empresas con un aumento de la recaudación de IVA proveniente de las empresas más pequeñas (vía boleta electrónica).

Por otra parte, la desintegración parcial –que es el corazón de lo que quiere revertir el Ejecutivo– fue un acuerdo el año 2014 entre un Gobierno que tenía mayoría en el Parlamento y la oposición de aquel entonces, con el objeto de hacer un cambio en el sistema tributario que generara consenso y estabilidad.

Por tanto, no parece razonable que, sin ningún argumento de peso, ni el tiempo para estudiar seriamente la evidencia de su funcionamiento, un Gobierno que –a diferencia del anterior– tiene minoría en el Congreso, busque retrotraer el acuerdo del que su sector político fue parte.

En el contexto del despliegue de esta estrategia gubernamental es que sabremos este año si acaso existe realmente una oposición sólida y programática. Como tal, su tarea –aunque sea obvio recordarlo– debe consistir en votar de acuerdo a sus visiones políticas y no tener miedo a hacerlo favorablemente cuando considere que el proyecto en cuestión representa una mejora para el país, pero tampoco debe tener miedo a votar de manera negativa cuando considere lo contrario. De este modo, si el Gobierno propone muchos proyectos que son en su esencia contrapuestos a las visiones políticas de la oposición, lo correcto es simplemente votar muchas veces que no. De lo contrario, podría darse el absurdo de que bastara que cualquier Gobierno con minoría en el Parlamento mandara muchos proyectos con sus visiones extremas, para que “alguno pasara”.

El ejercicio de una oposición programática y sin complejos debe estar acompañado de una clara comunicación al país. En la que se señale cuáles son los principios políticos que guían estas votaciones y cuál es el marco político que puede permitir un acuerdo con el Gobierno en cada ámbito. Hacer esto fortalecerá nuestra democracia, ayudará a atenuar la presión mediática contra el “falso obstruccionismo” y, además, hará menos probable que el Ejecutivo consiga pasar sus proyectos “pirquineando los votos”, logrando presentar la debilidad en las convicciones políticas de algunos como un acto patriótico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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