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¿Estamos viviendo en Chile un proceso revolucionario o mera agitación social? EDITORIAL

¿Estamos viviendo en Chile un proceso revolucionario o mera agitación social?

¿Estamos ante el fin del modelo neoliberal tal como lo hemos conocido hasta ahora? A estas alturas no se sabe, pero es casi imposible que las cosas vuelvan a su punto de origen. Demasiadas personas en nuestro país no tienen nada que perder y están indignadas. Se requiere de nuevos conceptos significantes e, incluso, de una simbología y un lenguaje político diferentes para que pueda haber un control mínimo de la situación. Es esto lo que el Gobierno no es capaz de comprender e interpretar en sus mensajes y acciones, insistiendo –cada vez con peores resultados– en un discurso delincuencial para referirse a hechos que, si bien algunos tienen ese componente, son la mayoría solo protestas pacíficas y legítimas, aunque de crítica profunda al sistema.


Un terremoto político y social es lo que se está produciendo en Chile durante estos días. Ni estados de emergencia ni toques de queda han podido aplacarlo. Lo que empezó como un problema de alza de tarifa del tren subterráneo de Santiago, cuajó –merced a un caldo de cultivo existente hace tiempo y a una pésima conducción política del Gobierno– en una “divisoria” histórica, entre lo que el sistema les ofrece a sus ciudadanos y lo que requiere un pacto social justo.

Divisoria llaman los historiadores a este tipo de hechos, en donde todo converge en una vorágine de malestar acumulado, frustraciones, emociones e irracionalidad, y furia, que cambia el sentido de las cosas y el curso de la vida de una sociedad, exista o no un derrotero cierto o racional. En este caso, todo indica que es un proceso fundamentalmente espontáneo y sin un rumbo claro, ni siquiera con líderes o conductores del proceso, más allá de coordinaciones espontáneas por las redes sociales o de algunos grupos menores previamente concertados (todo indica que poco significativos).

Después que ocurre ello, es casi imposible que las cosas vuelvan a su punto de origen, sino que se requiere de nuevos conceptos significantes e, incluso, de una simbología y de lenguaje políticos diferentes para que pueda haber un control mínimo de la situación.

Es esto lo que el Gobierno no es capaz de comprender e interpretar en sus mensajes y acciones, insistiendo en un discurso delincuencial para referirse a hechos que, si bien algunos tienen componentes de esa naturaleza, son fundamentalmente una crítica pacífica y profunda al sistema, que ha perdido legitimidad, por muchos factores.

Entre las conclusiones preliminares de lo que está ocurriendo –muchas secuelas se manifestarán con efecto retardado– queda la sensación de que en el centro de los hechos está el rechazo ciudadano a esa especie de rendición incondicional a que el sistema somete a los ciudadanos, especialmente en materia económica. Explotó una caldera de malestar social acumulado de manera masiva, espontánea y muchas veces violenta, que no se nutre del tema tarifario del Metro sino de un sistema de exacciones e injusticias que se han tornado insoportables para la mayoría.

A la acumulación de alzas tarifarias en electricidad, energía en general y transportes, se agregaron las fallas en los sistemas e infraestructuras concesionadas. A eso se deben agregar las crisis en los sistemas de previsión social, fundamentalmente las pensiones, la pérdida de horizontes de bienestar de los trabajadores a medida que se acerca su edad de pensionarse, las deficiencias en salud e, incluso, el alejamiento del derecho de propiedad, todo lo cual golpea de manera cruda y simultánea a los sectores medios y bajos de la escala social nacional.

El significado de fondo está en muchos actos que convergen a una hoguera, y en el momento de estallar los hechos se grafican en una palabra: “EVADE”. Esa palabra ya tenía, cuando empezó a ser escrita, un metasignificado referido a la clase política, a los infractores de cuello y corbata y a la inequidad que proyecta todo el sistema, incluidas la impunidad política y la corrupción.

El discurso gubernamental es solo atendible por un tiempo razonable, pero requiere de evidentes acciones correctivas, tendientes a prever cosas como lo que empezó a pasar la semana pasada. Ello no se ha hecho en los últimos 14 años de Gobierno de la dupla Bachelet/Piñera. Con el agravante de que Sebastián Piñera recurrió – discurso y acciones– a toda la simbología autoritaria, sacando a los militares a la calle y justificándose en la represión a la delincuencia. En 48 horas su impericia política hizo escalar un conflicto que pudo controlarse, deterioró la imagen de Chile, embadurnó de lodo toda su estrategia internacional y somos portada internacional de la ingobernabilidad.

Pero lo ocurrido es una derrota no solo del Gobierno sino también de toda la elite política, incluida la oposición. Porque, tal como se ha dicho hasta el cansancio, lo ocurrido es en esencia un estallido de malestar social acumulado, lo que no se soluciona ni con pura fuerza, ni militares en la calle, ni toque de queda y, menos, con exponer a las Fuerzas Armadas a la tensión de ultimar a sus conciudadanos.

Frente a la ola social que presiona, el Gobierno debe avanzar en rectificaciones notorias en materia económica y de igualdad social, y dar señales claras de ello, para poder separar el malestar real de la población de su exposición o inclusión involuntaria a hechos de violencia que efectivamente son delictuales.

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