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Chile demanda un cambio de paradigma político que le haga recuperar la confianza Opinión

Chile demanda un cambio de paradigma político que le haga recuperar la confianza

René Solís de Ovando Segovia
Por : René Solís de Ovando Segovia Centro Iberoamericano de Estudios Sociales – CIBES
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Ahora que la gran mayoría de la sociedad chilena se ha levantado y está demostrando al mundo que juntos son un gigante de voz potente, es ineludible ver y escuchar qué dice. Pero no solo escuchar sus peticiones, escuchar también sus sentimientos, notar su cansancio y ver que sus demandas no son egoístas ni exageradas.


En junio de 2017, en este mismo periódico y en un ambiente de precampaña de la elección presidencial que tendría lugar en noviembre, escribía: “La implantación y desarrollo de un nuevo y potente sistema público de servicios sociales en Chile, su diseño y propuesta organizacional, no suele aparecer en el discurso político ni técnico, ni siquiera parece estar en el imaginario político chileno”. Y, en ese mismo artículo, me atrevía a afirmar que este déficit de la agenda social de Chile, además de constituir un riesgo social importante, “puede transformarse en una oportunidad”, puesto ese era un buen momento para proponer un cambio estratégico en la protección social de los chilenos. Pero, desgraciadamente, no fue así: el sistema público de servicios sociales en Chile sigue siendo parte de la triste lista de carencias estructurales y, por tanto, no hay recursos públicos que contengan -ni mucho menos prevengan- situaciones que aumentan la vulnerabilidad de los más necesitados.

Estos días Chile vive una fortísima -y con seguridad justificada- rebelión de las personas peor tratadas por el Estado, de los maltratados por su país que, por cierto, se encuentran en la práctica totalidad de la escala social. Como ya se ha dicho reiteradamente (no está demás insistir), no son delincuentes quienes se están rebelando (aunque en los disturbios aparezcan vándalos y aprovechados), son gente que está cansada de sufrir un estado permanente de injusticia y maltrato, al tiempo que perciben que sus quejas no son escuchadas por quien tiene la obligación de brindarles protección. Porque en Chile no se respeta -da la impresión de que ni siquiera se conoce- un principio básico para una estable vida pacífica y democrática: el Estado es responsable subsidiario del bienestar de los ciudadanos. Es decir, si algunas personas sufren desamparo, se encuentran desprotegidas o están siendo excluidas de la sociedad, el Estado ha de poner los medios para facilitarles acceso a recursos que les permitan ser autónomos y salir de la posición de desventaja social en la que se encuentran; el Gobierno, como máxima representación del Estado, ha de cumplir su rol de pater familias subsidiario.

En términos de políticas públicas, eso significa que los representantes de los poderes del Estado han de garantizar que todos los ciudadanos tengan acceso a una salud y educación  dignas y de calidad, a que en las relaciones laborales no se produzcan abusos y a un sistema de pensiones justo  y normalizado. Y esta responsabilidad del Estado no es delegable, en ningún caso.

Pero en Chile, durante muchos años, no solo se ha eludido sistemáticamente esta responsabilidad, dejando la administración y gestión de estos servicios básicos en manos privadas sin más control que las reglas del mercado,  sino que, sucesivos gobiernos, han ido tolerando -y por tanto fomentando- todo tipo de prácticas de dudosa legitimidad, cuando no francamente ilegales. Y no se trata de que el Gobierno ahora subvencione de urgencia servicios básicos, sino que se apueste seriamente por un cambio de modelo y se ponga, por fin, la protección social en el centro de la conversación. Porque la gente -¡más de un millón de personas solo en Santiago!-, no necesita respuestas asistenciales que calmen su rabia, sino un cambio de paradigma político que le haga recuperar la confianza.

¿Y por qué son tantos los que protestan? La respuesta es sencilla: porque la distancia entre los privilegiados por el sistema y el resto de la sociedad ha aumentado hasta límites insoportables. Los estudiantes, señora ministra de transportes, protestan porque no quieren que sus vecinos, padres y abuelos tengan que caminar por no poder pagar el pasaje en Metro, porque no quieren un país injusto; los estudiantes, señora Hutt, protestan y se indignan porque son solidarios. La inmensa mayoría de Chile protesta porque el grupo minoritario de privilegiados que -lo que son las cosas-, en el que participan quienes tienen la responsabilidad de gestionar el Estado, es sordo y ciego a su sufrimiento y, por supuesto, a sus demandas. Con un sistema público de servicios sociales, universal y normalizado, habría resultado muy difícil alcanzar el grado de injusticia social que existe en Chile y, obviamente, sin tantos abusos, las probabilidades de estallidos como el actual son mucho menores.

Todo esto se complica más si consideramos que todos los gobiernos democráticos post-dictadura han sufrido esta grave carencia de sensibilidad ante los problemas de la gente; ninguno apostó seriamente por desarrollar un sistema público de protección social basado en la garantía de derechos y universalidad de prestaciones. Por supuesto que se hacen algunas cosas de tipo asistencial -¡faltaría más!-, pero no existen políticas realmente garantistas. Que esté vigente el actual sistema de pensiones es un dramático ejemplo: se implanta durante la dictadura, es todas luces injusto y está en manos privadas facilitando el lucro de organizaciones financieras a costa de algo tan legítimo como es el derecho a una pensión digna. Ninguno de los gobiernos democráticos posteriores a la dictadura hizo nada por cambiarlo… y había un clamor popular que demandaba su sustitución. Ciegos y sordos.

Debe considerarse que un paso importante en la solución del conflicto que vive Chile, pasa por cambios paradigmáticos, como es el compromiso de implementar el desarrollo de un sistema de servicios sociales de derecho, universal y normalizado, que reaccione eficientemente ante situaciones de vulnerabilidad como las existentes en la sociedad chilena actual. Las condiciones de la economía chilena lo permiten sobradamente, entre otras causas porque el gasto en programas estrictamente de servicios sociales apenas representa 0.1% del PIB, lo que indica que el gasto/inversión en lucha contra la exclusión es claramente incrementable.

Ahora que la gran mayoría de la sociedad chilena se ha levantado y está demostrando al mundo que juntos son un gigante de voz potente, es ineludible ver y escuchar qué dice. Pero no solo escuchar sus peticiones, escuchar también sus sentimientos, notar su cansancio y ver que sus demandas no son egoístas ni exageradas.

Ahora toca escuchar y ponerse inmediatamente a trabajar con el objetivo de eliminar, para siempre, un sistema de pensiones escandalosamente injusto, un mercado de medicamentos sin la debida vigilancia que evite abusos en los precios, el negocio sin control público de bienes fundamentales como el agua y la electricidad, etc. En estos momentos, se debe impulsar con la máxima prioridad, además de las medidas anteriores, el desarrollo de servicios sociales de atención primaria en todo el país, en los que deberán participar las administraciones locales, regionales y de la nación. Será necesario un amplio pacto político, ya que se trata de medidas estratégicas, con vocación de estabilidad en el tiempo, que requerirá de un marco legislativo prácticamente consensuado y, por lo tanto, debe contar con el acuerdo y apoyo de las diferentes fuerzas políticas, así como de la iniciativa socia. También será necesario contar con un poder ejecutivo con gran capacidad de negociación y liderazgo y que cuente con el respaldo de la sociedad.

¿Está la  clase  política chilena en condiciones de entender lo que el pueblo está diciendo? ¿Serán capaces los actuales representantes de traducir el clamor popular en soluciones de fondo?

Está claro que la ciudadanía se ha rebelado y se manifiesta enérgicamente en las calles del país, pero esto no debe vivirse como un riesgo, sino como una oportunidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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