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Lenguaje: no hay errores Opinión

Lenguaje: no hay errores

Benito Baranda
Por : Benito Baranda Convencional Constituyente, Distrito 12
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Referirse con ironía a quienes manifiestan su descontento por la miseria en que viven, ningunearlos en su traslado laboral, bromear con el alza de los productos de vital importancia, no ponerse en el lugar de las familias más pobres y endeudadas que tienen que enfrentar una cirugía por una enfermedad catastrófica, decir que hay que mejorar la raza, son humillaciones que representan lo que un grupo humano efectivamente tiene como imagen de «los otros», de aquellos que «han sido expulsados de la sociedad», no teniendo espacio en el poder ni en el consumo que nuestro modelo ha puesto como umbral de participación e inclusión.


Se escucha con frecuencia decir que el lenguaje crea realidades. Efectivamente, está comprobado que en parte la manera en que nos referimos a personas, acontecimientos y cosas contribuyen también a las percepciones que tenemos del mundo que nos rodea. Sin embargo, creo que se puede dar una vuelta de tuerca a esto y, sin equivocarnos, afirmar que el lenguaje también nace de la interpretación, imagen y visión que tenemos de personas, comunidades y acontecimiento.

En el día más difícil de la crisis que estamos viviendo, un automovilista me gritó «traidor, vendido», a lo que agregó una letanía de garabatos. ¿Qué pasaba por su cabeza?, ¿me conoce?, ¿sabe lo que hago diariamente y cuál es mi trabajo? Seguramente no y, si me conociese bien, sus argumentos para afirmar lo que dijo serían muy frágiles.

En el lenguaje utilizado para referirse a situaciones de dolor, conflicto, exclusión y pobreza, no hay errores de quien lo emite, sino que ellos y ellas son portavoces de sus propias imágenes, percepciones y juicios construidos en su reducido mundo de experiencias vitales. Es así como una generación tilda a los pobres como inferiores, los cataloga de «flojos, viciosos, resentidos y violentos», de «ladrones, narcotraficantes y mentirosos», de «ignorantes y poco esforzados», también como «rotos de mierda e incapaces» o afirma con soltura –en las conversaciones privadas– que lo que vivimos en Chile se debe a la «mala raza» y a que «quieren todo regalado». ¿De qué raza hablan? ¿Es superior acaso aquella que asesinó a 11 millones de judíos y gitanos en la Segunda Guerra Mundial o la que hizo surgir a la ETA?

[cita tipo=»destaque»]De tanta humillación y maltrato explota luego la «devuelta de mano», atentando contra la sociedad y contra uno mismo, destruyendo lo propio, dañando la vida, agrediendo y autoagrediéndose. ¿Qué se puede esperar luego de tanto desprecio y ninguneo?, ¿a qué más podemos aspirar si se han horadado, en su médula, las instituciones que nos entregaban contención, acogida y respeto, incluyendo las Iglesias? ¿A qué podríamos aspirar si en muchos de los territorios construidos por el Estado hay una ausencia crónica de él?[/cita]

Referirse con ironía a quienes manifiestan su descontento por la miseria en que viven, ningunearlos en su traslado laboral, bromear con el alza de los productos de vital importancia, no ponerse en el lugar de las familias más pobres y endeudadas que tienen que enfrentar una cirugía por una enfermedad catastrófica, decir que hay que mejorar la raza, son humillaciones que representan lo que un grupo humano efectivamente tiene como imagen de «los otros», de aquellos que «han sido expulsados de la sociedad», no teniendo espacio en el poder ni en el consumo que nuestro modelo ha puesto como umbral de participación e inclusión.

El filósofo coreano-alemán, Byung-Chul Han, afirma que «el neoliberalismo engendra una injustica masiva de orden global», ya que «la explotación y la exclusión son constitutivas de él». Reflexionando a partir del análisis del neoliberalismo que hace Alexander Rüstov, señala que «si la sociedad se encomienda únicamente a la ley mercantil neoliberal, se deshumaniza cada vez más y genera convulsiones sociales» y nos habla de la necesidad de «sembrar» solidaridad y civismo, es decir, justicia.

De tanta humillación y maltrato explota luego la «devuelta de mano», atentando contra la sociedad y contra uno mismo, destruyendo lo propio, dañando la vida, agrediendo y autoagrediéndose. ¿Qué se puede esperar luego de tanto desprecio y ninguneo?, ¿a qué más podemos aspirar si se han horadado, en su médula, las instituciones que nos entregaban contención, acogida y respeto, incluyendo las Iglesias? ¿A qué podríamos aspirar si en muchos de los territorios construidos por el Estado hay una ausencia crónica de él?

El lenguaje debe nacer de la reflexión. Para ello, es necesario agudizar la mirada y profundizar la escucha, cada uno no es responsable de las experiencias que tuvo desde la temprana infancia y que labraron sus imágenes del mundo, pero sí es responsable cuando adulto de ampliar las experiencias para enriquecer esas miradas y no sumirlas en la ignorancia, en la falta de contemplación y en la ausencia de empatía.

Eso se hace abriendo los ojos y destapando los oídos, no leyendo más de lo mismo, sino hurgando en otras visiones para crecer en la comprensión de la realidad, alcanzar grados de libertad mayores y poder realmente afectar el devenir de la sociedad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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