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Rescate de Piazzolla y una panorámica a la transnacionalización cultural

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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La caída de la guardia vieja, la destitución de un imaginario epocal, la transformación del «tango camorra» -El tigre Millán- en un objeto de mercado (proceso que comenzó con Gardel) y el agotamiento del tango como herramienta interpretativa de una “modernidad esquizofrénica”, como el legado de una propuesta intensamente sexy que Piazzolla fue capaz de retratar al precio de obstruir nuevas sonoridades. Y es que entre los casamientos judíos en Manhattan y la sensibilidad tanguera (touch) de la globalización las variaciones del «bandoneonista»  se inscriben en una reorganización transnacional de las culturas. Como sostuvo Simón Collier hace casi dos décadas, «…es prematuro decir si alguna vez habrá un tango post-Piazzolla». Hay que admitirlo, no se equivoco. 


Obertura. Santiago, Invierno del 2007. En el Centro Arte Alameda se presentaba la orquesta típica «Fernández Fierro». Con devoción la escena tanguera esperaba el debut de una nueva «promesa alternativa». El consumo cultural del momento era saborear el quiebre generacional impulsado por un grupo de jóvenes atrapados en la indumentaria disruptiva, desafiante, desarrapada, y una raíz porteña que se movía esencialmente entre Osvaldo Pugliese y el Sexteto Tango. Una deriva del año 1968, la «generación síncopa» y quizá un murmullo de Horacio Salgan. Y así, de bruces, contra toda esperanza de innovación nos trasladamos al Buenos Aires de los años 70′. Último paradero de los modernos. Estación culmine de Osvaldo Pugliese en el imaginario popular, irrupción de Rubén Juárez, ascenso triunfal del último Goyeneche, movimiento eurocéntrico de Piazzolla y renegociación de las fronteras de sentido del género. Pero también el presagio de una temible reorganización expresiva que se venía arrastrando desde mucho antes de los años 90′ y que encontró su ocaso en pleno «menemato». Esa noche la ovación fue frenética. Y habló el tango del primer Peronismo: «Trenzas, Después y una lograda versión de Canción Desesperada» en una memorable declamación del Chino Laborde. Pero tal como dice la letra de Tres amigos, “nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”. En un alto del espectáculo desfiló por los pasillos del anfiteatro Jaime de Aguirre. Hombre fuerte de Sebastián Piñera en Chilevisión y defensor del consorcio periodístico. Allí se comenzaba a fraguar lo mejor de nuestro «raitil cognitivo». La circulación de lenguajes mestizos nos remeció en una noche de tangos que no hablaba de rigores, sino de mixturas, travestimos y terapias «soft». Tal clima sensorial fue posible cuando las estéticas del arcoíris se esparcieron por la ciudad neoliberal (post-transición) depredando todas las estrategias expresivas de «lo alternativo». Para el año 2007 Santiago era una ciudad de hedores inclasificables que no se podían cubrir con tecnologías u objetos psiquiátricos. De suyo, los aplausos provenían de una audiencia insólita, térmica, y de una infinita performatividad que buscaba redituar sus compromisos culturales con un «conservadurismo contestatario». Un apósito emocional para consumidores «sexys». Mismos consumidores («cool») que por estos días bajo un estado de adolescencia cultural compran al mejor precio el espectáculo mediático de la parrilla oligárquica y el pacto juristocrático-transicional.

Del ritornelo. Más allá del anecdotario, de las bondades estéticas del consumo cultural, la pregunta primordial seguía en vilo. En qué momento el tango retornó a un mercado orillero y se consagró a purgar sus raíces vernáculas en otro formato publicitario. Qué grieta no advertimos entre la revolución Piazzolleana (la «modernización» que invocaba Horacio Ferrer) contra la propuesta «punk» y aparentemente disruptiva de los chicos de la Fernández Fierro. Dónde se extravió aquella traza rítmica del Sexteto de Julio de Caro; la encomiable tarea de tres bandoneones: Pedro Maffia, Pedro Laurenz y AníbalTroilo; el piano de Orlando Goñi, Elvino Vardaro, y el violín de Alfredo Gobbi; la influencia de Osvaldo Pugliese y de los contrabajistas, especialmente de Kicho Díaz. Entonces, qué sucedió entre el violín de Agri (años 60/70) y la innovación de Suarez Paz (80′) que ese día no se dejaba escuchar ni de lejos en la propuesta contestataria-conservadora de los Fernández Fierro.

Dada la interculturalidad que comprende la firma de Piazzolla era inevitable obviar ese cúmulo de sonoridades que el autor de Revirado (1963) hizo circular desde una música-mundo que, sin renunciar a su arraigo en la cultura porteña, estaba siempre abierta a nuevos «climas culturales». Dada la experimentalidad que comprenden las diversas capas migratorias de su ritmicidad, ya sea por la fuga barroca de Bach y el jazz, o bien, por sus héroes: Stravinsky y Bartók. Sin olvidar tiempos formativos junto a Nadia Boulanger y Alberto Ginastera. Y es que todas las estrategias compositivas adquieren realce en una de las obras centrales de Piazzolla, Tres minutos con la realidad. Pero esto comprende un paréntesis que se devuelve contra el consumo cultural de Piazzolla (sea en Milán o el nuevo Tango en París) y que Sting dejó entrever elogiosamente. A riesgo de que la mundialización del tango enlode al músico que desdibujó la fronteras entre lo local, lo nacional y lo global (del salón de baile a la sala de Concierto) no podemos negar que los bienes simbólicos  del mercado exigían la modulación del género: una porteñidad abierta a la alteridad de mundos posibles fue capturada por la transnacionalización de los consumos confinando al tango a «ecualizar lo exótico»-tango bailable de vieja guardia- sin ofertar una nueva expresión creativa del género. En este movimiento todas las «estéticas vagabundas» fueron recreadas por un giro swing que obligó al tango a modular sus raíces más folclóricas, al precio de hurgar en hebras conservadoras de fácil consumo, fetiche y reciclaje.

Y así, la escena Post-Piazzolla se consagró a la búsqueda de alguna «impureza genuina» que pudiera resistir la devastación de lo alternativo que presenciamos esa noche del 2007. Incluido al propio Jaime de Aguirre que con su presencia nos recordaba el fin de las cogniciones del desarraigo. Quizá este retorno a un «pasado mítico» (la camorra o lo «impuro» del tango) fue una respuesta reactiva al formato homogéneo de la globalización y sus complicidades con el triunfo del tango planetario.

La búsqueda de una nomenclatura local ya no era posible en la explosión de los mercados. Tal como lo dijo Canclini, «Tijuana fue el laboratorio de la postmodernidad».  El lenguaje de Buenos Aires no podía ser un retorno a los márgenes del género, sino la extensión infinita de un mismo inconsciente: la globalización de los Fernández Fierro pudo ocurrir en cualquier esquina de Buenos Aires. La ausencia de topografía puede ser nombrada como desde la «intimidad pública» de la ciudad digital. Lejos de un problema de la vida cultural argentina, he aquí un reciclaje infinito que activó mediáticamente nuevos pactos entre industria cultural, economías caseras y los objetos de mercado.

Lo periférico. Existe otra polémica muy concitada a propósito del retorno a lo reprimido (años 80/90) y su reagenciamiento en los «clusters del mercado musical» que guarda relación con un Piazzolla transgénero. En opinión de musicólogos especializados en el arte Piazzolleano, la utilización hipertextual que Astor hizo de la flauta traversa desde los años 60′ contribuyó definitivamente a expandir el uso habitual del registro o tesitura del instrumento. No podemos olvidar que Piazzolla formó el Nuevo Octeto y la selección de los flautistas e intérpretes comprendía músicos provenientes del jazz y por esta vía buscaba obtener espontaneidad, sonoridad y libertad en la ejecución. Así pretendía introducir deliberadamente nuevos recursos en los límites del género. El tango Sideral, grabado con el Octeto y músicos como Baralis, Greco, Bragato viene a caracterizar particularmente la explotación de las posibilidades técnicas de la flauta. 

Anteriormente en el primer Quinteto los vocalistas, Jorge Sobral y Héctor de Rosas, no encarnaban la figura típica de la primera voz y eran anexados como un instrumento más dentro de la agrupación de Piazzolla. En los años 70′ con el conjunto electrónico, y de la mano de su representante, Aldo Pagini (mentor de la validación de Astor ante un público Europeo), participó de esa Europa multicultural incursionando con músicos de la talla de Gerry Mulligan y Gary Burton.  A estas alturas estaba desatada la polémica por la fidelidad tanguera. Contra todo soneto, sexteto o quinteto, Troilo y Pugliese serían los guardianes de la tradición nacional/popular. De un lado Raúl Garello y, de otro, Julián Plaza. Ello dio lugar a un debate menor sobre fechas, temas, hitos y rectorados tangueros que hasta el día de hoy tratan de poner límitesa la relación entre la «fidelidad» del autor de Fracanapa (1963). Con todo a la vuelta de su fallida incursión en Nueva York, la famosa calle 9, en los años 60′ ya se había ganado un espacio en una capa media bonaerense que veía en su música una liberación de los estrechos moldes estéticos y rítmicos del tango (años 30 y 40′). Pronto vendría  la televisión que ayudó a masificar su propuesta; “Welcome, Mr. Piazzolla”.

Pese a todo aún persiste un consenso que sostiene que las Cuatro Estaciones de Buenos Aires que datan de 1965 (Vivaldi mediante) sellarían la última suite tanguera de la escena Piazzolleana. Y así, «ruptura» fue el termino escogido por los críticos para explicar «el antes y el después» de las aperturas conceptuales, sonoras, estéticas y cognitivas. Tal empresa intentaba retratar las innovaciones introducidas contra el lenguaje tradicional del tango cuyo verdor -a juicio del comisariato tanguero- se ubicaría entre 1940-1955. Pero más allá de este debate, algo estéril, hay hitos innegables, sobre los efectos de ruptura o desplazamiento («lo transcultural del nuevo tango») que se agudizó a fines de los años 80′. Ello quedaría sancionado con la entrada de un músico de Vanguardia como Gerardo Gandini a la última formación del Sexteto.

Quizá esa noche de invierno (2007) presenciamos el retorno a una búsqueda estilística de tangos asociados a la hibridación de los mercados, obviando la renovación de la década de 1950, cuando el género del primer peronismo había sellado un pacto de masificación con las casas disqueras. Sin negar las razones de subsistencia material que implica cultivar «objetos fúnebres» (carnaval negro, lo religioso, el cementerio y lo sacrílego), sólo ello nos permite explicarnos porqué la generación de músicos tuvo que volver su mirada a la tradición anterior a Piazzolla. Movimiento conservador de canto y baile que modulo nuevos pactos con las tecnologías de comunicación y consumo.

Aquí se cruzan distintas capas. La caída de la guardia vieja, la destitución de un imaginario epocal, la transformación del «tango camorra» -El tigre Millán- en un objeto de mercado (proceso que comenzó con Gardel) y el agotamiento del tango como herramienta interpretativa de una “modernidad esquizofrénica”, como el legado de una propuesta intensamente sexy que Piazzolla fue capaz de retratar al precio de obstruir nuevas sonoridades. Y es que entre los casamientos judíos en Manhattan y la sensibilidad tanguera (touch) de la globalización las variaciones del «bandoneonista»  se inscriben en una reorganización transnacional de las culturas. Como sostuvo Simón Collier hace casi dos décadas, «…es prematuro decir si alguna vez habrá un tango post-Piazzolla». Hay que admitirlo, no se equivoco.   

Por fin en medio de los consumos modernizantes (kitsch) que reclaman los grupos medios, el devenir nómade del género, entre personajes rítmicos y paisajes melódicos, fuimos confinados a las zonas húmedas y profundamente exóticas del post-tango.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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