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¿Qué pasó con la clase trabajadora ante la devoción del capitalismo realista como nueva religión? Opinión

¿Qué pasó con la clase trabajadora ante la devoción del capitalismo realista como nueva religión?

Sebastián Villarroel González
Por : Sebastián Villarroel González Médico Especialista en Salud Pública
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A la clase trabajadora se la conmina a superar sus adversidades emprendiendo nuevos esfuerzos y formas de apego, que pueden enmarcarse en lo que L. Berlant llama optimismo cruel. El apoyo que antes brindaban asociaciones colectivas, como sindicatos o cooperativas, hoy ha sido reemplazado por la disposición de terapias de salud individual de acceso muy limitado e insuficiente efectividad para intentar tratar el daño psíquico causado por el aplastamiento de la seguridad social, olvidando que la salud mental es primero un problema político: las películas Joker y Parasite lo ilustraron brutalmente. El realismo capitalista ha incentivado a los trabajadores a no identificarse más como trabajadores, o a sustituirlo por la fantasmática categoría de clase media. La máxima fantasía capitalista, dice Fisher, es liberarse completamente de los trabajadores y de la política: no puede tolerar la democracia. La memoria social de la clase trabajadora, sin embargo, se sigue alimentando: su energía proviene de fuentes renovables de malestar, injusticias y abuso de poder.


Hace pocas semanas apareció el video promocional de «Reigns», canción del potente álbum que la banda inglesa Idles lanzó el 2020. El registro contrasta imágenes de depredadores devorando a sus presas vs. cómodos jóvenes sentados frente a pantallas, que, expectantes a una imagen que nunca vemos, celebran el ataque y el descuartizamiento. El sonido industrial, conducido por el estridente bajo, acompaña el juego iterativo de acecho, caza, sangre, morbo y risas cómplices ante la depredación y la muerte. Idles es capaz de provocar un mosh doblemente efectivo y, a su modo, impresiona tanto como un buen documental de David Attenborough (invocado en otras de sus canciones). La demoledora How does it feel to have shanked the working classes into dust? acompaña algunas escenas que muestran metafóricamente una familiar barbarie: entre una clase dominante, devoradora-acumuladora de poder y capital, y una inmensa mayoría depredada-desposeída, la clase trabajadora. La lucha de clases no se extingue y hasta F. Fukuyama reconoció su valor con el triunfo de Trump hace 4 años: “La clase social hoy está de nuevo en el corazón de la política estadounidense”.

Sin intenciones de delimitar conceptualmente ni presentar un análisis de consistencia teórica de la clase trabajadora, podemos mirar su resistencia y riqueza política y cultural a la luz de las estimulantes lecturas de Mark Fisher. Filósofo activista y crítico cultural inglés, trabajó en la Goldsmiths University of London, en colegios públicos británicos y adquirió mayor reconocimiento por sus lúcidos ensayos del blog K-Punk y su iluminador libro Realismo Capitalista. Como Idles y Fisher, aquellos y aquellas que tenemos inscrita la clase trabajadora en algún punto del trayecto de nuestras biografías podemos valorarla mejor, en especial durante la contingencia de una pandemia que ha amplificado el daño del neoliberalismo y de un proceso constituyente que debiese narrarse desde abajo, si compartimos expectativas democráticas más genuinas. Vale decir, desde y con la clase trabajadora.

Fisher nos habla de realismo capitalista como un articulado ideológico y estético que posiciona al capitalismo como el único proyecto político-económico viable, que introduce sus formas de gobierno en todos los aspectos de la vida. Su realismo no tiene nada que ver con lo real: este es suprimido continuamente por el realismo bajo la premisa de que frente al capitalismo no hay alternativa. El realismo capitalista es también una expresión de la descomposición de la conciencia de clase y del crecimiento de una solidaridad negativa con la internalización del individualismo y la competitividad como virtudes. La precarización laboral, la intensificación del trabajo, el debilitamiento de las organizaciones colectivas y su poder de negociación, y los bajos salarios en múltiples sectores de la economía, han hecho de la clase trabajadora un espectro sostenido en el temor de perder el trabajo.

Estas condiciones y la pretensión neoliberal de autotransformación heroica del sujeto individual, anulan el tiempo de la clase trabajadora para la vida pública y la confianza en el otro, inundándose de una ansiedad perpetua y una depresión insomne, ambas exitosamente privatizadas por el catecismo neoliberal. A la deuda como mecanismo de control, se añade el miedo a los subordinados como subjetividad dominante y recíproca en la gestión de jerarquías, como identifica K. Araujo en sus investigaciones en Chile.

A la clase trabajadora se la conmina a superar sus adversidades emprendiendo nuevos esfuerzos y formas de apego, que pueden enmarcarse en lo que L. Berlant llama optimismo cruel. El apoyo que antes brindaban asociaciones colectivas, como sindicatos o cooperativas, hoy ha sido reemplazado por la disposición de terapias de salud individual de acceso muy limitado e insuficiente efectividad para intentar tratar el daño psíquico causado por el aplastamiento de la seguridad social, olvidando que la salud mental es primero un problema político: las películas Joker y Parasite lo ilustraron brutalmente. El realismo capitalista ha incentivado a los trabajadores a no identificarse más como trabajadores, a abandonar la conciencia de clase o a sustituirla por la fantasmática categoría de clase media. La máxima fantasía capitalista, dice Fisher, es liberarse completamente de los trabajadores y de la política: no puede tolerar la democracia.

El cinismo, como requisito para la subjetividad del capitalismo, identificado como rasgo inmanente por Deleuze y Guattari, y como una forma de ideología por Žižek, también es funcional en el gremio político, atrapado en sus rituales aburridos y sus narrativas vacías. La derecha y gran parte de la izquierda partidista comparten coreografías similares para la contienda electoral y el enjuague de sus figuras para especular entre opciones constituyentes y presidenciales, manteniendo una ancha banda de mediocridad democrática que excluye a la clase trabajadora, entendiéndola como una categoría marxista caduca o, simplemente, como una experiencia tan ajena que solo pueden asumirla como una posibilidad teórica.

En el realismo capitalista la lucha de clases es librada por un solo bando, la clase dominante, que tiene muy claros sus intereses de clase y que, reconociendo el poder social de la clase trabajadora, ahora intenta apropiarse de la sinergia popular de la calle. No obstante, los fallidos intentos de enterrar a la clase trabajadora –literal y simbólicamente– por parte de los devotos del capital y del pragmatismo político que lo protege, no son capaces de agotar su producción y movimiento político.

Gabriel Salazar ha investigado y documentado largamente cómo, desde las experiencias de vida de la clase trabajadora y las redes comunitarias de la baja sociedad civil, desde el potencial acumulado de su memoria social, surge una y otra vez la energía para levantar las revueltas históricas que permiten repensar nuestra histórica república oligárquica y su persistente pequeña democracia. Esta memoria social, que no se puede producir ni reproducir desde arriba ni por decreto, ha intentado ser apropiada desde la década de los 90, cuando los feligreses del Banco Mundial animaron la participación ciudadana para reconocer y promover los “activos” que los pobres tienen en sus hogares y en sus relaciones comunitarias: aumentar los outputs económicos a partir de inputs sociales.

Así se resolvía gran parte de los problemas materiales y del problema democrático de participación, avanzando en el retiro progresivo de las redes de contención social entregadas por el Estado y esperablemente en la multiplicación del malestar social. Ahora en pandemia, la clase trabajadora expuesta a mayor riesgo de contagio, daño y muerte, sigue activando formas de asociatividad familiar y comunitaria para sobrevivir, en escenarios de violencia creciente y escaso apoyo estatal. La hipertrofia de distintas formas de abandono, maltrato, autoritarismo y represión de estos meses, solo consigue activar la energía de su memoria social.

Fisher ilustra la profunda discrepancia entre la marcha incesante de la tecnología y el agotamiento cultural que vivimos: nuevas pantallas con la mejor resolución imaginable para ver las mismas cosas viejas, pero más brillantes y lustrosas. La repetición de formas culturales conocidas, reenvasadas en el capitalismo, sugiere que los recursos culturales se han agotado de igual manera que los recursos naturales. El severo déficit simbólico sería parte de la lógica del capital que insiste en que todo lo que no lo reproduce, o no es funcional a esa reproducción, es una pérdida de tiempo. Podemos consumir o comportarnos como espectadores. No obstante, también nos recuerda cómo la cultura popular y la renovación de diversas expresiones artísticas, en la mayoría de los casos, proviene de la clase trabajadora y su tiempo creador, justamente el tiempo bajo ataque.

Esa pobreza masiva de tiempo, sin embargo, no resta valor a la memoria social y su capacidad de movilizar cuerpos y diversas formas culturales. Acompañadas por el movimiento estudiantil y otros colectivos, es fácil reconocer las consignas y murales en las calles, las expresiones musicales populares que acompañan a las manifestaciones, la proliferación de libros y textos de variopintos formatos o, incluso, representaciones culturales crecientes en espacios institucionalizados, que añaden capas de soporte cultural para el latente movimiento social. En el tiempo acelerado del capitalismo siempre hay resistencia en la cultura (y en la educación pública), donde el presente deja cabida al tiempo experimental para que la imaginación, la conciencia y la memoria social puedan desplegarse y producir mundos alternativos.

“Si la acción directa es necesaria, nunca es suficiente. Debemos actuar también indirectamente, creando nuevas narrativas, figuras y marcos conceptuales”, sigue Fisher. Citando a Althusser y Spinoza, continua: “El reordenamiento de las imágenes, los pensamientos, los afectos, los deseos, las creencias y los lenguajes, no puede lograrse únicamente por medio de la política: es una cuestión cultural en el sentido más amplio”.

Resocializar una cultura que ha sido individualizada es tarea difícil, y Fisher propone invertir las maquinarias de deseo del realismo capitalista desde la clase trabajadora. Como bien saben los técnicos libidinales del marketing y la publicidad del capital, el deseo es siempre una construcción. La rigidez de la unidad de clase ha de ceder espacio a la plasticidad organizativa del deseo, con nuevas narrativas que contribuyan a reducir la ansiedad y superar la depresión social. La clase trabajadora se sigue comprometiendo con prácticas de cooperación y apego con su movimiento social, generando nuevas formas de solidaridad, creatividad y cuidado, sus ventajas frente a la clase dominante y los autómatas políticos que olvidaron la solidaridad, eliminaron la creatividad y no saben cuidar.

Música, cine, teatro, literatura, pintura, arte callejero y digital, clase trabajadora. Posibilidades explosivas. Si Fisher analizara el Trap, esa propuesta musical de ritmos nacidos del neoliberalismo gringo-latino, probablemente no se detendría en vilipendiar la supuesta banalidad de su composición musical. Avanzaría en reconocer que, por ejemplo, Pablo Chill-E, exitoso trapero chileno, denuncia los abusos en pedagógicas narrativas de mayor llegada popular que las escuelas en pandemia: “¿Quieren saber por qué hay corrupción? /Senadores ganando más que un profesor /¿Quieren saber por qué hay delincuencia? /El paco opresor no le tiene paciencia”. En otras expresiones, Delight Lab también ilumina con nuevos relatos y deseos las noches urbanas de Chile.

En el libro K-Punk Vol.2, Fisher repasa una escena de El Padrino II, cuando Michael Corleone observa a los rebeldes cubanos y le comenta a Hyman Roth: “Hoy vi algo extraño. Algunos rebeldes estaban siendo arrestados. Uno de ellos activó una granada. Murieron él y el capitán del comando. Hoy a los soldados se les paga por luchar; a los rebeldes, no”. “¿Qué te dice esto?”, pregunta Roth. “Ellos podrían ganar”, responde Michael. Con esta cita, el autor no pretende hacer una apología a la violencia, solo recordarnos que pagarles a las personas nunca ha tocado sus experiencias y motivaciones más profundas.

Aun cuando el realismo capitalista político desmoraliza a la clase trabajadora en forma crónica, no logra tocar su memoria social. Mientras gran parte del gremio político sigue privatizando el proceso constituyente para conservar una debilitada democracia en la periferia del país, se siguen acumulando causas y propósitos para seguir movilizando su contenido político y cultural. La memoria social de la clase trabajadora se sigue alimentando: su energía proviene de fuentes renovables de malestar, injusticias y abuso de poder.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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