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¿Importan las palabras en una Constitución? Opinión

¿Importan las palabras en una Constitución?

Agustín Squella
Por : Agustín Squella Filósofo, abogado y Premio Nacional de Ciencias Sociales. Miembro de la Convención Constituyente.
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La nueva mesa de la Convención Constitucional recibió de parte de varios constituyentes la petición de que el pleno pudiera escuchar a algunos expertos en la materia, justo en la fase en que se están pensando, redactando y proponiendo normas constitucionales. Ojalá esa petición tenga una respuesta afirmativa, si bien sé que la palabra “expertos” suena a veces mal en los oídos de quienes creen que el conocimiento de las cosas circula como el aire y que todos podemos aspirarlo sin ningún esfuerzo ni intermediario. Se cree que los expertos son parte de la elite, y eso para muchos es un auténtico pecado, pero una elite no es solo una minoría que manda, sino también una que sabe y no tiene la más mínima intención de mandar a los demás. Recordemos la lúcida advertencia de Sócrates: muchas veces no sabemos lo que creemos saber, o sabemos menos de lo que creemos saber, y nadie se rinde ante una elite porque, aceptando esas dos hipótesis, escucha atentamente a aquellos que están en condiciones de completar nuestro saber.


Importan. Las palabras siempre importan. Pensamos con ellas y nos comunicaciones por medio del lenguaje. Escritas o expresadas oralmente, las palabras se confunden con aquello que designan, tanto que perder una palabra equivale a perder la cosa a que aludíamos con ella. Perder palabras es perder no solo lenguaje; es perder parte de la realidad. El día que no tuviéramos una palabra como “democracia”, esta dejaría simplemente de existir.

Pero vamos al punto: las palabras importan en una Constitución, y mucho. Esta es, ante todo, un documento político, pero es también un texto jurídico que, como tal, tiene que expresarse en un lenguaje apropiado. La misma Convención Constitucional es, ante todo, un espacio político, en el que, por lo mismo, se hace política, pero sus acuerdos tendrán que sustentarse en un lenguaje jurídico. Se hace política, he señalado, como quedó muy claro en la extensa jornada del martes 4, pero lo malo de esa noche fue que se trató de mala y muy improvisada política, tal vez de la más mala de todas, esa que la ciudadanía viene reprobando hace ya largo tiempo.

El lenguaje de los textos jurídicos –Constituciones, leyes, tratados internacionales, contratos, resoluciones administrativas, sentencias judiciales– no es el de la prosa literaria, y resultaría desastroso escribir una Constitución como si se tratara de una poesía, tal como sería inconducente escribir un poema como se redacta una Constitución.

Es efectivo que hay disposiciones jurídicas que tienen un valor literario –por ejemplo, la definición de playa de nuestro Código Civil–, pero para eso se necesita que detrás de una disposición de ese tipo haya un escritor de primera, como fue el caso, precisamente, de Andrés Bello. Cuentan que el entonces Presidente de Colombia pidió a Gabriel García Márquez que revisara el texto de la Constitución que ese país adoptó en 1991, pero el Gabo entendió perfectamente que lo que se le pedía no tenía nada que ver con la prosa El otoño del patriarca.

Tratándose de textos jurídicos, hay varias racionalidades en juego. Sí, racionalidades, puesto que cualquier texto de ese tipo aspira a tenerlas y no ser solo la expresión de los sentimientos de quienes los redactan. Así, por ejemplo, los redactores de una Constitución podrían utilizar un lenguaje expresivo en el Preámbulo de ella, o sea, un lenguaje destinado a manifestar emociones y a producirlas en los lectores del texto, pero sería un error mantener ese tipo de lenguaje a lo largo del articulado que sigue al Preámbulo.

Ya sé que la palabra “racionalidad” espanta hoy a muchos, como si ella consistiera en una especie de insensibilidad ante el mundo de los afectos y sentimientos de las personas. ¡Vaya equivocación! Simplemente dicho, llamamos “razón” a la capacidad que tenemos para discurrir, esto es, para desarrollar un estado mental que pueda explicar una creencia, apoyar un deseo, dar sustento a una preferencia, o justificar una norma, decisión o acción cualquiera. Por tanto, no se trata de algo que pugne con la vida afectiva, hasta el punto de que, sin temor a equivocarse, puede afirmarse que hay bondad en la racionalidad. Somos mejores personas cuando nos comportamos racionalmente y existen menos posibilidades de dañar a los demás si actuamos de esa manera.

Las decisiones productoras de derecho –del legislador, de una Convención Constitucional– han de ser decisiones racionales, justificadas, no solo sentidas, y es de esa manera que la función productora de derecho, como actividad racional orientada a objetivos que se quieren conseguir, facilita que los jueces y órganos administrativos, que interpretan y aplican el derecho producido por otros, puedan comportarse a su vez racionalmente. Esto quiere decir que la racionalidad de los jueces y órganos administrativos en la aplicación de una Constitución depende de la racionalidad que se consiga en la producción de ella.

Algo que no carece de importancia, puesto que las disposiciones de una Constitución no bastan por sí mismas y tienen que ser desarrolladas luego por otras autoridades normativas. Una Constitución es una estrategia a ser cumplida y desplegada por tales autoridades, como en general por todos, de manera que ella empiece a vivir realmente en la sociedad de que se trate.

Entre otras racionalidades que debe observar un poder constituyente está la de carácter lingüístico, a fin de transmitir los mensajes de manera tan comprometida como directa, clara, breve y concisa. Debe tratarse también de un lenguaje preciso y sobrio, que evite la ambigüedad, la vaguedad, la redundancia y la ampulosidad.

La nueva mesa de la Convención Constitucional recibió de parte de varios constituyentes la petición de que el pleno pudiera escuchar a algunos expertos en la materia, justo en la fase en que se están pensando, redactando y proponiendo normas constitucionales. Ojalá esa petición tenga una respuesta afirmativa, si bien sé que la palabra “expertos” suena a veces mal en los oídos de quienes creen que el conocimiento de las cosas circula como el aire y que todos podemos aspirarlo sin ningún esfuerzo ni intermediario. Se cree que los expertos son parte de la elite, y eso para muchos es un auténtico pecado, pero una elite no es solo una minoría que manda, sino también una que sabe y no tiene la más mínima intención de mandar a los demás.

Recordemos la lúcida advertencia de Sócrates: muchas veces no sabemos lo que creemos saber, o sabemos menos de lo que creemos saber, y nadie se rinde ante una elite porque, aceptando esas dos hipótesis, escucha atentamente a aquellos que están en condiciones de completar nuestro saber.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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