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La Convención Constitucional en su hora crítica Opinión

La Convención Constitucional en su hora crítica

Javier Couso
Por : Javier Couso Director, Programa de Derecho Constitucional, Universidad Diego Portales.
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A muchos sorprendió el que cada uno de los colectivos pusiera sobre la mesa su diseño de régimen político preferido, sin haberlo socializado siquiera entre los grupos políticamente más afines. Si la Convención contara con un año y medio adicional para elaborar la Constitución (como ocurrió en Sudáfrica, en un proceso que consideró un total de dos años), esta forma de proceder podría ser atendible, pero considerando que quedan poco más de cinco meses para entregar un texto acabado de nueva Carta Fundamental a consideración de la ciudadanía, esta metodología debe abandonarse a la brevedad, especialmente respecto de los demás asuntos que guardan relación con la organización de los poderes públicos.


Por estos días, la Convención Constitucional se encuentra en la fase de adopción de acuerdos de normas a incluir en el texto de la nueva Constitución. Luego de seis meses de elaboración de sus reglamentos, y de recibir en audiencias a organizaciones sociales y a especialistas, finalmente nos encontramos en la –antes anhelada– fase de discusión y votación de normas. Por cierto, por ahora esto ocurre solo al interior de las diversas comisiones en que se distribuye el ente constituyente, por lo que los acuerdos allí adoptados son esencialmente provisorios. El problema, sin embargo, es que esta primera incursión en la fase decisiva del proceso sacudió a la Convención desde distintas esferas y por diferentes motivos.

Lo primero que complicó la cosas, fue la adopción de acuerdos que no fueron bien recibidos ni por los especialistas en derecho constitucional, ni por algunas de las instituciones afectadas por dichos acuerdos. Un ejemplo de la polémica suscitada por algunos de estos acuerdos preliminares fue el de entregar al Presidente de la República la facultad de evaluar el desempeño de los jueces, práctica que solo podría minar la independencia de la judicatura, y que generó una rechazo generalizado al interior de la última y entre la abrumadora mayoría de los juristas. Lo mismo ocurrió con la propuesta de establecer límites al tiempo que desempeñan su rol los jueces de instancia y de las Cortes de Apelaciones.

Más allá de lo inapropiado de estas propuestas, llama la atención la debilidad con que aparecían fundamentadas por sus impulsores, especialmente considerando que, en los estudios comparados, la judicatura chilena aparece (junto a la de Uruguay) liderando la región latinoamericana en términos de imparcialidad y competencia. En otras palabras, de todas las instituciones que están siendo rediseñadas en el proceso constituyente, es la que menos problemas exhibe –excepto por su lentitud, asunto que la pandemia exacerbó, pero para la cual las medidas mencionadas más arriba no contribuirían–.

Así las cosas, la Convención apareció intentando alterar algunas de las reglas del juego más importantes de una de las pocas instituciones que no experimentan una crisis aguda en nuestro ordenamiento constitucional, sin que se ofrecieran razones de peso para justificarlo. Pero, si en el caso de esta propuesta es casi seguro que se revertirán en el Pleno de la Convención, la situación en términos de régimen político aparece como más desafiante, ya que la falta de acuerdos más generalizados respecto a la fisonomía que debiera tener el sistema de gobierno es tanta que –al menos en esta fase inicial– los dos tercios parecen inalcanzables.

En este punto, a muchos observadores les impactó advertir la inexistencia de conversaciones previas entre los diversos colectivos de la Convención, que se suponía venían ocurriendo desde por lo menos octubre (cuando concluyó la fase de elaboración de los reglamentos). En efecto, a muchos sorprendió el que cada uno de los colectivos pusiera sobre la mesa su diseño de régimen político preferido, sin haberlo socializado siquiera entre los grupos políticamente más afines. Si la Convención contara con un año y medio adicional para elaborar la Constitución (como ocurrió en Sudáfrica, en un proceso que consideró un total de dos años), esta forma de proceder podría ser atendible, pero considerando que quedan poco más de cinco meses para entregar un texto acabado de nueva Carta Fundamental a consideración de la ciudadanía, esta metodología debe abandonarse a la brevedad, especialmente respecto a los demás asuntos que guardan relación con la organización de los poderes públicos.

Considerando lo anterior, tampoco ayuda el que algunos convencionales planteen que solo las propuestas de sus colectivos son aceptables (y que las de los demás serían «gatopardistas», dirigidas a que nada cambie) y que, por tanto, no transarán respecto de ellas. Si bien se entiende que cada grupo exhiba convicción respecto a las virtudes de sus propuestas, lo cierto es que, en materia de régimen político, hay mucho de apuesta en relación con los efectos que tendrá cualquier diseño que se adopte (incluido el mantener el sistema presidencial actual más o menos igual), por lo que una actitud más abierta y flexible al respecto sería extremadamente bienvenida.

Pasando al ámbito de las propuestas de derechos que han surgido desde el trabajo de comisiones y de las Iniciativas Populares, y sin perjuicio de que es efectivo que hay varias que no resisten análisis, llama la atención el que –especialmente en sectores de derecha– se rasguen vestiduras por la omisión en mantener algunas normas de la Constitución de 1980 que no son ni habituales ni imprescindibles para mantener una economía de mercado (como la norma que proclama el derecho a la libre iniciativa privada en la economía). En efecto, solo un vistazo a la Constitución de los Países Bajos (nación considerada como la cuna del capitalismo por el ya fallecido Premio Nobel de Economía, Douglass North) revela que el reconocimiento constitucional del derecho a la propiedad privada, a la libertad de trabajo y al derecho de asociación representan una suficiente infraestructura institucional para contar con una muy próspera economía de mercado.

En el caso del sistema de garantía de los derechos fundamentales, sucede algo parecido con el dramatismo con que muchos han reaccionado frente al eventual traspaso a la Corte Suprema de las funciones de revisión de constitucionalidad de las leyes. Francamente, ofende a la razón el que se sostenga que, sin un tribunal o corte constitucional especializada, el goce de los derechos fundamentales se encontraría en peligro, considerando que buena parte de países que encabezan los rankings de libertad personal y desarrollo humano carecen de este tipo de cortes especializadas (como Holanda, Suecia, Nueva Zelanda y Canadá, por mencionar solo algunos). Por lo dicho, sería también bienvenido que los sectores que legítimamente defienden la mantención de una corte constitucional especializada en Chile muestren algo de circunspección al momento de defender la continuidad del Tribunal Constitucional en la nueva Constitución.

Así las cosas, en esta etapa crucial en que entra la Convención, la tónica debiera ser el abrirse a negociar con otros diseños que –aunque no ideales desde el punto de vista de cada grupo en específico– sean razonablemente aceptables, considerando que el fracaso de este importantísimo proceso no solo radica en el (por ahora improbable) triunfo de la opción «Rechazo» en el plebiscito ratificatorio, sino en el (hasta ahora impensado) escenario de la falta de acuerdo en aquello sin lo cual simplemente una Constitución no sería digna del nombre, como lo sería el carecer de un régimen político.

Para evitar cualquiera de estas catastróficas eventualidades, las lecciones del derecho constitucional comparado son invariables: apertura sincera al diálogo con los todos los otros grupos; flexibilidad en la defensa de las propuestas propias; y circunspección a la hora de defenderlas, por muy intensas que sean las convicciones que se tengan respecto de ellas. Es de esperar que estas virtudes constituyentes se desplieguen en los meses que vienen.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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