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Guns n’ Roses en Chile: El rock & roll no debe morir CULTURA|OPINIÓN Créditos imagen: Katarina Benzova

Guns n’ Roses en Chile: El rock & roll no debe morir

Johanna Watson
Por : Johanna Watson Periodista musical
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El concierto finaliza con «Paradise City», sencillo que nunca fue de mis preferidos, pero, por alguna razón, disfruté hasta el headbanging. Esta vez el fin del espectáculo no contó con fuegos artificiales, ni papel picado lanzado al aire. Tampoco hubo humo, ni plataformas vistosas. Fue, en ese sentido, un show con menos accesorios que la primera vez que los vimos, una puesta en escena más austera en elementos complementarios, pero rico en talento, virtuosismo, y compromiso con lo iniciado hace casi 4 décadas. Sin lugar a dudas Guns n’ Roses ha sabido mantenerse vigente y conquistar a nuevos “Gunners”. Lo que ocurrió anoche alimenta la esperanza para los que llevamos el rock en el corazón, y vemos como nuestro género amado envejece sin tener nuevos referentes con la fuerza que tuvieron los Guns en su mejor momento. Y es que no es tarea fácil: con estas giras, Guns n´ Roses hace algo más importante que tocar buenas rolas: contribuye a la continuidad de aquello que conocimos y nos enamoró, ese género musical llamado rock & roll.


Cae la noche sobre Santiago, el Estadio Nacional canta a coro «Gimme Tha Power» junto a Molotov, banda mexicana que hace pocos días tuvo un roce nada menor con la agrupación punk chilena Los Miserables durante una gira, cuando los roadies de la banda mexicana apagaron los equipos de los chilenos mientras tocaban, generando un momento tenso durante la presentación.

En el escenario canta Randy, el baterista de la banda, reconocido también como “Gringo Loco”, a quien conocí personalmente hace unos meses,  a propósito de trabajar como tour manager de Molotov en la primera edición del festival Maleza, que se materializó en el Club Hípico, y donde se presentó también la banda de punk rock española, Ska-P. Al día siguiente del festival, acompañé a Randy al aeropuerto en una van, se fue antes que la banda de Chile para encontrarse con su compañera. Fue ese el primer momento en que pudimos conversar, pese a haber compartido otros espacios durante su estadía. Le pregunté cuando volvían a Chile, me respondió “en octubre, teloneamos a Guns n’ Roses”. En ese momento le conté sobre mi relación con la banda, le dije que los vi en 1992 a los 12 años y que ese hito marcó mi vida, al punto que de alguna manera, los Guns tienen que ver con mi decisión profesional de ser periodista musical. En ese momento, se abrió un portal de comunicación entre el músico y yo, quien me confidenció que aprendió a tocar la batería gracias a su gusto por los Guns.  En un segundo, pasamos de ser una súper estrella del rock mexicano y una escritora musical chilena en el rol de tour manager, a dos fans de Guns n` Roses. Hablamos de sus álbumes, de sus canciones, de la edad que teníamos cuando los descubrimos y del ciclo que se cerraría  para ambos en el concierto del cinco de octubre: él por su parte, cumpliendo el sueño de compartir escenario con ¨la banda más peligrosa del planeta”, y yo, que vuelvo a verlos donde todo comenzó hace exactos 30 años: el estadio nacional.

Crédito de Imagen: Katarina Benzova

El concierto abre a las nueve en punto -algo poco convencional, porque el grupo se caracteriza por retrasos de horas en sus presentaciones-. «It’s So Easy», segundo track del álbum Appetite For Destruction de 1987,  es la encargada de abrir, ante la ovación del estadio, que los recibe con un aplauso unánime e incondicional: sobre la tarima están las leyendas que tomaron la posta representando a una generación de rockeros demasiado  jóvenes para bandas de estadio como Rolling Stones o Pink Floyd. Ahí están los ídolos de juventud con sus huellas de vida también: Axl Rose (60), Slash (57), Duff Mckagan (58), Richard Fortus (55), Dizzy Reed (59) y la integrante femenina de la banda, Melissa Reese (32), encargada de coros y teclados desde el 2016.

La guitarra de Slash canta. El recinto vibra mientras los acordes de «Double Talking Jive» viajan por el espacio. Las luces iluminan a los Guns, que se mueven sobre el escenario con sus instrumentos y la actitud que los caracteriza. Abajo, en el público, mamás y papás abrazan a sus hijos e hijas, mostrándoles con orgullo la música que los hizo vibrar cuando tenían su edad. Con épica llega «Live And Let Die»,  versionada por Guns en su álbum Use Your Illusion de 1991, original del ex Beatle, Paul McArtney.

Hubo unas notas equivocadas de Slash. Pero ¿qué importa eso si al mismo tiempo Axl regalaba sonrisas al público?  Richard Fortus, encargado de la segunda guitarra, sucesor de Gilby Clark e Izzy Stradlin, hace lo mismo un poco más allá.  Para la audiencia de Guns n´ Roses en Chile, estos gestos de amistad son importantes, la relación que hemos construído ha tenido de dulce y agraz: una sonrisa era impensada en su debut en Chile hace 30 años.

Slash, vestido con pantalones de cuero negro, camiseta con el rostro de Iggy Pop y sombrero de copa, no respeta del todo la guitarra de las versiones de estudio y juega seduciendo al público con sus reefs. En paralelo, dialoga con el bajista  Duff McKagan, que lleva puesta una camiseta del desaparecido bajista británico Lemmy Kilmister,  líder de la banda de rock Motörhead, mientras que Deeze Reed, histórico tecladista del grupo,  azota su teclado con un solo de piano impecable durante la ejecución de Stranged, secundado por la virtuosa Melissa.

Mientras tanto, Axl Rose se pasea por el escenario entre caminatas, trotes, y corridas, dejando en evidencia que su estado físico es envidiable a sus 60 años. Como buen frontman, se preocupa de cambiar de vestuario, alternando chaquetas, poleras  y sombreros en casi cada canción durante las tres horas de espectáculo. De las chaquetas de cuero ramoneras, pasó a modelos más personalizados, para luego hacer un desfile de blazers brillantes de distintos colores. Mantuvo como base de su vestuario jeans apretados, gastados, con roturas en las rodillas y botas vaqueras.

Mientras observo sus cambios de look, recuerdo las calzas que usaba años atrás, las chaquetas con la bandera de Gran Bretaña y otra blanca con flecos y el logo de la banda en la espalda, con la que solía cerrar los shows. También sus camisetas con transparencias y números, el piercing en la tetilla y, por supuesto, la bandana roja en la cabeza, accesorio que le dió el sello distintivo como vocalista de rock.  Axl ahora es un señor de pelo corto, su vestuario indica evolución, eso sí, sin perder la esencia.

Comienza la sexy «Rocket Queen», en las visuales  se proyecta la figura de una mujer bailando sensual mientras los Guns tocan uno de los pasajes que personalmente más disfruto de la banda. Una punky en el público da jugo, empuja y ocasiona molestia, mientras los encargados de seguridad le dan un ultimátum. Me llama la atención la calidad del sonido, limpio y bien calibrado, lo que permite que quienes estamos adelante, disfrutemos de la música sin la vibración de la caja del bombo en nuestros cuerpos.

Crédito de Imagen: Katarina Benzova

En «You Could Be Mine», Frank Ferrer lo hizo otra vez: cambió el ritmo de la batería, al igual que en «November Rain», lo que me resulta un sinsentido. ¿Para qué?

Axl le dice al público “Santiago, you could be mine” y agradece en español. Como es costumbre, Duff interpreta un clásico del grupo punk rock Misfits, y, al igual que en el 92, «Attitude» suena en el Nacional.

Al terminar, alguien en el público grita “tócate Ultra Solo”, el tema del momento, interpretado por Polimá Westcoast, Paloma Mami y Pailita, tres referentes del género urbano que representa lo opuesto del sonido del rock, por lo que detona risas espontáneas.

Comienza «Civil War» con el monólogo protagonizado por Paul Newman en la película Cool Hand Luke (1967), “el fracaso de la comunicación”. Axl aparece en escena con una chaqueta con diseños de camuflaje y tachas, silbando la introducción del reconocido sencillo. A mi lado, una señora le entrega un sándwich envuelto en papel alusa a su hijo.

Axl presenta a la banda  y con gran parsimonia deja en en el escenario a Slash, que hace una soberbia interpretación de un blues, y nos regala la preciosa experiencia de verlo tocar en vivo. Le siguieron otros clásicos, como «Sweet Child o Mine» y «November Rain», mientras que un chica ve el espectáculo sola entre la gente, llorando pero no de emoción: estaba con su novia y se distanciaron durante el concierto. «Wichita Lineman», el cover de Jimmy Webb, musicaliza el momento. Que dicho sea de paso, fue uno de los puntos más altos de la jornada. La canción le queda muy cómoda a Axl y puede hacer gala de su talento vocal sin esforzarse demasiado.

Es de noche en la ciudad, todo el mundo está en éxtasis y la banda  da paso al cierre de la jornada. El concierto finaliza con «Paradise City», sencillo que nunca fue de mis preferidos, pero,  por alguna razón, disfruté hasta el headbanging. Esta vez el fin del espectáculo no contó con fuegos artificiales, ni papel picado lanzado al aire. Tampoco hubo humo, ni plataformas vistosas. Fue, en ese sentido, un show con menos accesorios que la primera vez que los vimos, una puesta en escena más austera en elementos complementarios, pero rico en talento, virtuosismo, y compromiso con lo iniciado hace casi 4 décadas. Sin lugar a dudas Guns n’ Roses ha sabido mantenerse vigente y conquistar a nuevos “Gunners”.  Lo que ocurrió anoche alimenta la esperanza para los que llevamos el rock en el corazón, y vemos como nuestro género amado envejece sin tener nuevos referentes con la fuerza que tuvieron los Guns en su mejor momento. Y es que no es tarea fácil: con estas giras, Guns n´ Roses hace algo más importante que tocar buenas rolas: contribuye a la continuidad de aquello que conocimos y nos enamoró, ese género musical llamado rock & roll.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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