El Foro Económico Mundial ubicó a Brasil en el puesto 107 entre 144 países en el nivel de desarrollo de infraestructura. Se ubicó detrás de tres países en desarrollo, China, India y Sudáfrica, en el Índice de Desempeño Logístico 2016 del Banco Mundial, y quedó último entre 160 países en una lista de seis elementos para aduanas y transporte internacional.
Después de una semana de ira y protestas, los conductores de camiones brasileños acordaron el domingo por la noche flexibilizar su huelga.
Esa es la buena noticia. Durante más de una semana, los camioneros prácticamente habían hecho tambalear a este país de 208 millones de personas, obstruyendo las carreteras con camiones y sofocando el comercio desde los silos de granos hasta los puertos de carga.
Lo que es menos alentador son los términos de la inestable tregua –que incluye combustible más barato y una exención tributaria para los trabajadores de transporte de carga– que alentó a un poderoso grupo de presión a expensas de los contribuyentes brasileños, y que bien puede alentar a otros grupos perjudicados a hacer lo mismo, pero que no logró solucionar el caos fiscal y la débil infraestructura que está debilitando a la economía más grande de la región.
Ostensiblemente, la huelga fue sobre el precio del combustible diésel, que ha mantenido el ritmo del precio del petróleo crudo y el ascendente dólar estadounidense. Tal es el mandato de la nueva administración de Petrobras, la deshonrada petrolera major brasileña que acaba de comenzar a recuperar la credibilidad y el valor de los activos al deshacerse de tenencias indebidas y comprometerse a seguir al mercado mundial en lugar de los caprichos de derrochadores petro-populistas.
Sin embargo, la mayoría de los brasileños rara vez han sido entusiastas del mercado, y una de las consecuencias del control estatal en Brasilia es la nostalgia de una mano mucho más visible, que buscaba calmar a los grupos de presión manejando los precios, desde la cuenta de la luz hasta la estación de servicio, y proporcionar tanto crecimiento como baja inflación. Lo que Brasil obtuvo en su lugar en la última década fue un incremento fiscal, la peor recesión que se recuerde, y una austera corrección del curso económico que preparó el camino para el descontento popular y ahora la ira en las carreteras.
Envalentonados por el vacilante mando del presidente Michel Temer –el mandatario menos querido desde el regreso a la democracia– un total de 1 millón de camioneros del país salieron a protestar. En cuestión de horas, la flota rebelde logró hacer tambalear a la economía más grande de América Latina, aparentemente con el beneplácito de las grandes compañías de transporte.
Los camioneros, y seguramente sus patrocinadores no declarados, quieren un diésel más barato y la eliminación de un impuesto al combustible y otros gravámenes que dicen son injustos y onerosos. Ahora que las gasolineras se están quedando desabastecidas, las líneas aéreas están cancelando sus vuelos y las estanterías de los supermercados están vacías, el gobierno de Temer cedió, restableciendo el generoso subsidio al combustible y reduciendo temporalmente los precios en las estaciones de servicio.
Sin embargo, mucho peor que la falta de seguridad en sí mismo del gobierno, fue la incapacidad de sucesivos líderes nacionales de prever una consecuencia económica que llevaba décadas gestándose. Deje de lado por un momento el pobre objetivo de los huelguistas: ellos apuntaron solo a una pequeña parte del problema. Los economistas señalan que lo que hace que llenar el estanque sea tan pesado no es el impuesto federal al combustible, cuya eliminación reduciría el gasto en combustible en unos pocos centavos por litro, sino la carga fiscal general de Brasil, una de las más altas y retrógradas del mundo en desarrollo.
Los impuestos totales al combustible en Brasil ascienden a cerca de la mitad del precio de cada litro. Otros países (Noruega, Países Bajos, el Reino Unido) pagan más, según la OCDE (México y Estados Unidos son atípicos, con impuestos que representan menos de un cuarto del precio total). Sin embargo, los brasileños también son rehenes de una guerra fiscal entre los gobiernos estatales, cada uno de los cuales establece su propio impuesto a la circulación y venta de mercancías, conocido como ICMS.
Eso suma hasta un 34 por ciento (13 por ciento para el diésel) a la cuenta de combustible. Y dado que los gobiernos locales controlan el ICMS, revisar ese agobiante gravamen será mucho más fastidioso.
El acuerdo improvisado para reducir los precios e impuestos al combustible costará a las arcas públicas brasileñas alrededor de US$2.600 millones, parte de lo cual el gobierno pagará recortando el gasto público y el resto, enviando la factura a los contribuyentes. Más que exenciones tributarias poco sistemáticas, Brasil necesita una reforma tributaria, que requiera convicción y enfoque político, los que también se están agotando.
Lo más preocupante, es que la crisis expone la lamentable dependencia que tiene Brasil del asfalto y los tubos de escape. Más del 60 por ciento de la carga se desplaza por carretera a través de un país tan grande como EE.UU. continental. Por el contrario, solo un cuarto de la carga del país es transportada por ferrovías. Y a pesar de tener una costa de 7.400 kilómetros y un territorio lleno de ríos navegables, un miserable 14 por ciento de la carga brasileña es transportada por vías fluviales, muy por debajo de la proporción en EE.UU. (25 por ciento) y Canadá (35 por ciento).
Sin embargo, debido a que repetidas crisis fiscales e irregular mantenimiento han dejado a las carreteras del país en un mal estado crónico, el transporte por tierra es a menudo una apuesta cara, donde la carga perecible y la salud de los camioneros están constantemente en riesgo. La Confederación Nacional de Transporte concluyó el año pasado que de las 105.000 carreteras, el 62 por ciento estaba en mal o pésimo estado, en comparación con el 58 por ciento de 2016. No sorprende que entre el 5 y el 30 por ciento de la cosecha de granos y cereales se desperdicie debido a la lamentable infraestructura, incluyendo caminos decrépitos. Esa es una de las razones por las cuales Brasil tiene tan mala calificación en las medidas mundiales de logística y competitividad.
El Foro Económico Mundial ubicó a Brasil en el puesto 107 entre 144 países en el nivel de desarrollo de infraestructura. Se ubicó detrás de tres países en desarrollo, China, India y Sudáfrica, en el Índice de Desempeño Logístico 2016 del Banco Mundial, y quedó último entre 160 países en una lista de seis elementos para aduanas y transporte internacional.
En una clasificación reciente de infraestructura general, Brasil, con la octava economía más grande del mundo, finalizó en el puesto 73 entre 137 naciones, según la consultora internacional Oliver Wyman.
La mayoría de estos problemas se ha perdido en la disputa por la huelga de carga, que los camioneros han prometido continuar a pesar de las concesiones del gobierno. Mientras los políticos evalúan las posibles consecuencias de las próximas elecciones presidenciales, los brasileños han respondido al «apagón del combustible» con memes e improvisación, como la entrega de pizza a caballo. Lamentablemente, es poco probable que la reforma fiscal y una mejor infraestructura lleguen “listos para llevar”.
Por M. Margolis