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Opinión: ¿Y qué pasó con el optimismo de los inversionistas con Brasil?


Cómo olvidar el optimismo que existía sobre Brasil hace algunos años. La economía brasilera se había acelerado bajo el mando de Lula da Silva durante la década pasada, demostrando resiliencia frente a la crisis de EE.UU., y llegando a crecer un 7,5% durante el 2010. El desempleo había caído sustancialmente, abultando los bolsillos de la población y permitiendo que la clase media congregara a más de 50 millones de brasileros.

Desgraciadamente, los fundamentos que sustentaban el dinamismo se presentan más esquivos: el superciclo de commodities de la década pasada está llegando a su fin y los inversionistas han repatriado sus recursos tras la expectativa del fin del dinero barato promovido por la Fed.

Pero estos problemas no bastan para explicar en su totalidad las peores perspectivas sobre la economía brasilera. Dichos temas son, en términos generales, exógenos y transversales a muchas economías emergentes. Sin ir más lejos, Chile también se enfrenta al fin del superciclo de commodities y a un eventual escenario de menor liquidez en el futuro.

Por lo tanto, hay que preguntarse por los factores endógenos, es decir, propios de la conducción económica. Dicha reflexión es tremendamente importante para entender el cambio de ánimo.

En este contexto, Brasil no aprovechó en su totalidad la bonanza de la década pasada para resolver sus problemas estructurales e impulsar su competitividad. Hoy es una economía que exhibe una engorrosa y asfixiante carga impositiva para financiar un excesivo plan salarial y de pensiones. En este sentido, el gasto no tiene mucha cabida para menguar, y en un entorno donde las inversiones han disminuido y las perspectivas de crecimiento se han venido corrigiendo a la baja, la recaudación fiscal se transforma en un dolor de cabeza.

Respecto a su política monetaria, Brasil está de manos atadas. Se encuentra en el cuadrante menos favorable: la estanflación, que no permite estímulos monetarios para paliar el bajo crecimiento debido a una porfiada inflación en el rango superior de tolerancia del Banco Central.

A esto se suma una inversión fija en Brasil que se ubica cerca de un 18% de su PIB, cifra inferior a las de China (45%), Indonesia (33%), Chile (24%) y México (22%), por nombrar algunos países. Esta situación se puede constatar en la deficiente infraestructura y capacidad de transporte. Numerosas han sido las voces preocupadas por el déficit aeroportuario de Brasil al ser anfitrión de los próximos eventos deportivos. El semanario The Economist, por su parte, relata que en Mato Grosso un productor de soya gasta un 25% del valor de su producto en llevarlo a puerto. En Iowa, EE.UU., esta proporción es de 9%.

Todos estos factores desembocaron en la tan esperada rebaja en la calidad de riesgo por parte de S&P, acercando a Brasil a la zona de grado especulativo de la que había salido durante el 2008.

Pero todavía hay esperanza para Brasil. Depende en gran parte de cómo las políticas impulsen la competitividad de su industria. El dólar puede ayudar, pero debe ir acompañado de medidas que atraigan inversiones permanentes, más que capitales golondrina, para ser destinadas a mejoras tecnológicas, servicios públicos y aumentos de su capacidad instalada. Incluso las valoraciones del mercado financiero pueden estar ingresando a rangos atractivos.

Que Brasil nos sirva de lección para entender el problema de las bonanzas exógenas, como el elevado margen que deja algún commodity. Por definición, dichas bonanzas son transitorias y nos dejan vulnerables si no aprovechamos el buen momento para atraer al inversionista, al que hay que cuidar.

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