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El Caso Penta y la falta de una cultura de buenas prácticas en la elite


Pareciera ser que seguimos “las mejores prácticas empresariales” cuando nos conviene, donde también pareciera ser que un sector del mercado financiero sigue sosteniendo que las exigencias que el regulador impone –basado en la ley– son para “los otros” y no precisamente para aquellos que conforman el “core” del Gobierno Corporativo.

Los casos La Polar, Cascadas, El Cartel del Pollo y el reciente caso Penta, han dejado de manifiesto que no es “algo” puntual lo que está fallando en el andamiaje de nuestro sistema financiero que tantos buenos dividendos nos redituó en el pasado, cuando escuchábamos la llegada de las reformas al estilo MK, sino que existe un divorcio marcado entre los instrumentos legislativos y normativos existentes versus lo que la supremacía de la realidad ha evidenciado.

La auditoría forense (o auditoria de fraude), como una rama de la ciencia criminalística, destaca fuertemente que el éxito y fortalecimiento de un mercado financiero no se basa ni circunscribe necesariamente al aspecto técnico-legislativo, sino sobre quienes lideran, dirigen y participan en ese mercado, es decir, las personas, los individuos.

Lo que la auditoria forense destaca es el llamado “the tone at the top”, es decir, la actitud ejemplar manifestada en los niveles superiores jerárquicos, que en primer lugar debe nacer desde el regulador (que surge de la ley) y, luego, en aquellos que se supone fomentan una cultura de honestidad y valores éticos al interior de las organizaciones.

La prevención efectiva del fraude, en especial el corporativo, el cual es el más lesivo para los mercados, destaca dicha cultura de honestidad como uno de sus pilares fundamentales (no basta la ética que entrega la “nona” o doña Juanita), siendo el segundo el desarrollado de respuestas concretas que mitiguen los riesgos de fraudes y neutralicen las oportunidades de su materialización.

No hay dudas que el mercado ya ha asimilado gran parte de estos instrumentos como un factor crítico de éxito en su quehacer diario (y que no es nuevo, por lo demás), pero el problema es ¿para quiénes esto aplica en la práctica? A la luz de las causas judiciales y administrativas del pasado, uno puede concluir, sin ningún tipo de sesgo, que un sector del mercado reconoce que estas “mejores prácticas mundiales” aplican solamente para aquellos que están en la parte media y baja del organigrama, no para sus líderes, porque sería “inaceptable” estar bajo el escrutinio público o bajo sus propios subordinados que han sido empoderados para controlar (“controlen a los otros, a mí no”).

En otras palabras, ¿“la parte media y baja” es el actor participante del mercado? A esto se llama el mal de la jirafa: cuando de cumplir con el regulador se trata, los pies están bien puestos sobre la tierra, pero a la hora de hacer negocios, la cabeza está en cualquier otra parte, más cuando se trata de considerar los valores éticos que se exigen en la práctica de los negocios.

Nuevamente la ciencia criminalística no falla. Diversos estudios empíricos destacan que el perfil de las personas que han cometido fraude de “cuello y corbata” son aquellas que cuentan con un alto nivel educacional, apegados a una religión, con una conducta intachable anterior, menos propensos a problemas de drogas y alcohol, fisiológicamente saludables, motivados, con una alta autoestima y con una alta armonía familiar respecto a otros perfiles de criminales. Entonces, ¿qué nos sorprende de los casos ya conocidos por todos?

Dejémonos de eufemismos. No son “errores contables”, son abiertamente prácticas delictivas que merecen ser tipificadas en la legislación y sancionadas. Las universidades que forman a este tipo de profesionales, llámense contadores, ingenieros comerciales y afines, también tienen algo que decir y algo más que entregar en cuanto a la ética empresarial.

El dinero no puede ser sinónimo de bienestar que se consiga a cualquier costo. Se debe educar en las implicancias y consecuencias que conllevan el hacerse de dinero fácil.

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