La patria, creo yo, no es el tricolor con que se tiñen los textiles o con los que se engalanan las fiestas conmemorativas o los desfiles militares. La cosmética de la tierra no es la tierra. La tierra vive y no se alimenta de discursos o de emblemas.
Me quedó muy claro desde hace algún tiempo que los símbolos nacionales son inmodificables. Mi intención era simple, poner aunque fuera una nota al pie del escudo que diera cuenta de una pequeña errata –decía que lo que dice, debiera decir: “Por el amor, pero nunca por la fuerza”–. ¡Qué va! No se puede. Pero, bueno. Al menos el huemul está protegido, no se le habrán asignado derechos de ningún tipo, pero está protegido. Y su protección no arranca, naturalmente, de algún tipo de depresión de la que se encuentre aquejado este ciervo. Su proximidad a la extinción puede atribuirse principalmente a la acción humana: sus amenazas principales devienen de la destrucción de su hábitat, asociada a la deforestación, y a las sucesivas fragmentaciones que supone, entre otras cosas, la invasión de carreteras, la expansión urbana, la caza y el turismo desenfrenado. A los símbolos de nuestro escudo les amenaza la voracidad económica de quienes transforman su hábitat en negocio.
La patria es definida por la RAE como “tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos”. Es, pues, tierra. “Hay que defenderla”, es la consigna de los patriotas y, nuevamente, uno está tentado a sugerir (cada vez más tímidamente) “hay que quererla”. Porque más que plantearse la glorificación del terruño propio, resulta razonable preguntarse qué hemos hecho con la tierra que nos dejaron nuestras madres. Lo que es parecido a preguntarse qué hicieron nuestros padres con las tierras que nos dejaron nuestras madres.
Y ¿qué hicieron en tan poco tiempo? En un par de centurias, que en la historia larga no es sino un pestañeo, arrebataron el terruño a sus habitantes más antiguos, le prendieron fuego y procedieron a parcelarlo hasta convertirlo en basurales, relaves, roca madre donde hubo bosque, sumideros en los fondos marinos donde hubo corales y peces. La patria es tierra no de quien la despedaza, tampoco lo es de los ordenamientos jurídicos, de las fuerzas policiales o de la administración que el Estado le impone. La patria profunda es aquella que se forja en el quehacer de las gentes que se hacen parte de la fertilidad de los suelos, de los pueblos indígenas, de los campesinos, de las y los jóvenes que se organizan para su cuidado.
Los versos de Eusebio Lillo Robles evocan la herencia de la que somos legatarios e invitan a hacer el repaso. Hace mucho que nuestros cielos dejaron de ser azulados y que las preemergencias ambientales se hicieron parte del calendario anual. Y eso sin contar aquellas zonas donde la toxicidad de la brisa remite a hospitales a infantes y senescentes. De blanca la montaña tiene poco y el baluarte está horadado por donde se lo mire. El mar no solo está concesionado sino congestionado con plásticos, salmoneras y pesca indiscriminada. Una horda de especies comerciales, desde pinos hasta cerezas, pasando por el raps y demás cultivos de exportación, desmanteló el tapiz del suelo feraz. El asilo contra la opresión terminó trocado por innumerables decretos de expulsión. Y la sangre del altivo araucano se derramó a balazos a lo largo de los decenios que siguieron. La tumba, eso sí, quedó para las y los libres.
¿Qué nos queda?
Una tarea. Reinvertir el orden de las cosas. Recuperar el terruño, hacerlo habitable, tapizarlo con la vegetación de la que ha sido expropiado. La patria, creo yo, no es el tricolor con que se tiñen los textiles o con los que se engalanan las fiestas conmemorativas o los desfiles militares. La cosmética de la tierra no es la tierra. La tierra vive y no se alimenta de discursos o de emblemas. Aunque he de convenir que, en el caso de Eusebio Lillo Robles, la cosmética salvó su vida. El ser autor del himno nacional valió a este miembro de la Sociedad de la Igualdad la conmutación de la pena capital por la de entrañamiento tras su participación en la Revolución de 1851. Vaya cosa, los patriotas de entonces desterraron al inspirador del amor por esta tierra. Y no está de más recordar aquí que las protestas que casi cuestan la vida al poeta se dieron a solo 18 años de la implantación de una Constitución más bien conservadora y algo elitista, en la que para ejercer un cargo de representación popular se exigía tener “una renta de quinientos pesos, a lo menos” y en la que no tenían derecho a voto quienes no supieran leer o escribir o que presentaran “ineptitud física o moral que impida obrar libre y reflexivamente” o “por la condición de sirviente doméstico”. Algo elitista, ¿no?
La suerte del terruño poco tiene que ver con los emplazamientos administrativos o militares. Lo que la hace posible es esa compleja pero hermosa textura donde personas, cursos de agua, montañas, árboles y animales se entremezclan. Y su perdurabilidad depende del simple compromiso de devolver a la tierra lo que de ella se ha tomado. Pero ¿cómo ha de volver a los ríos del sur el torrente de energía arrebatado? ¿Cómo el litio o el cobre exiliados en China han de volver a sus acomodos en las montañas y pampas del país? Y las maderas, y los frutos de la tierra, ¿habrá alguna operación de retorno para ellos? O, en su defecto, ¿se alojarán los billetes por los que se trocaron en las Islas Caimán?
Hay que querer la patria. Y lo que se quiere no se vende. Cierto, de la tierra y el mar se habrá de comer, de aquello viven las criaturas del mundo, pero no hay designio divino que comande que de la tierra se ha de lucrar. Por el contrario, la tarea de Noé era otra cosa, era la de poner a salvo la patria grande de su extinción. Y menos puede extraerse lucro de las propias personas: “Prestad no esperando nada a cambio”, Jesús repite a sus discípulos. Lo que se quiere no se vende ni se transa en la bolsa de valores.
A quien quiera defender la patria, la tarea que se presenta es otra. A lo que se convoca es a emancipar la tierra, liberarla de la pesada maquinaria que la transforma en parte de un mercado accionario donde sí hay que defender el dinero. Pero eso no es la patria: aquello es la Bolsa de Valores de Nueva York o Shanghái. La tarea es la que a diario hacen quienes construyen con lo propio, quienes piden permiso antes de entrar a un bosque o a un lago, quienes están más dispuestos a comprender que a condenar, quienes reciclan lo que pueden, quienes consumen lo necesario, quienes miran a los ojos a sus vecinos y, sin preguntar, ofrecen su ayuda.
Es probable que en un tiempo más escritos como este puedan ser juzgados como ofensivos contra los valores patrios. Pero habrán de saber, quienes así lo decidan, que la patria no se define por la letra muerta de una Constitución ni por los emblemas ni por la cosmética con que se la engalana. Por eso quería también hacer otro agregado al escudo nacional. Un pequeño anuncio que, puesto sobre la cresta del ave emblemática, dijera: “Esto no es un cóndor”. La patria, el terruño del que somos temporalmente legatarios, no es el símbolo y se cultiva desde abajo, protegiendo el bien común de las personas y demás especies que hacen posible la vida.
Lo hacen quienes se saben parte del mundo, quienes tienen la confianza de saberse acogidos por sus diferencias, las mismas diferencias que hicieron posible la existencia de la especie humana. Los espacios que el cariño pueda emancipar constituyen hitos de esperanzas: santuarios de la naturaleza, tierras comunitarias indígenas, proyectos extractivos abortados, cultivos alternativos, autonomías locales. Y todos llevan en su espíritu la consigna: “Por la razón, a veces; por el amor, siempre; por la fuerza, nunca”.