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El progresista Aznar


Hace diez años José María Aznar, el recién reelecto presidente del gobierno de España, hizo una tajante división de aguas para instalarse cómodamente en la política de su país: «No soy nieto del franquismo, declaró, sino hijo de la democracia». La frase vale por un curso completo de marketing político y sin duda le despejó el campo para sus éxitos posteriores a él y a su partido, el PP (Partido Popular).

Una vez llegado al gobierno en 1996, con un triunfo muy apretado sobre Felipe González y los socialistas del PSOE, Aznar comprendió que para consolidar el futuro de su sector, era preciso remozar el viejo armatoste de la derecha española, esa tribu errática, autoritaria y practicante gozosa del canibalismo interno. El opaco líder conservador, de palabra escueta y rostro chaplinesco, se impuso la tarea histórica de encauzar a sus huestes por las sendas cívicas de la modernidad.

Un Congreso ad hoc del Partido Popular definió a esta agrupación como centrista, reformista y dialogante. Así el PP hizo suya la vulgata de final de siglo, según la cual la política, en la expresión de Franí§ois Mitterrand, se ha recentrado, es decir, mira mucho más las tareas comunes que las doctrinas diferentes. De hecho, los más nutritivos caladeros de votos se encuentran ahora en esa creciente masa ciudadana, desconfiada y pragmática, que busca moderación, promesas realistas, posibilismo.

En las recientes elecciones de marzo, Aznar, con su campaña positiva, cebada de optimismo y cierto sentido común, llenó sus redes de votos, hasta romper todos los cálculos. Se dirá con razón que desempeñó su primer mandato, empujado por los vientos de un próspero ciclo económico y que la gente votó más con la billetera que con el corazón. Es cierto, pero hubo un «algo más», que es preciso considerar.

La política actual, además de moderación, necesita condimento imaginativo, un modo como casual de inventar nuevos estilos, de quebrar esquemas obsoletos. Hasta hace unos años estos ingredientes se consideraban casi monopolio de la izquierda, del progresismo, de los bloques por el cambio. Pero cada vez más los partidos de origen derechista están buscando no sólo la solidez económica y el orden público, que es lo suyo, sino también la asimilación positiva de demandas sociales que están en plena marcha. La incorporación de la mujer a la alta dirigencia de los partidos, el diálogo social con los sindicatos, la garantía de la salud y la educación, la supresión del servicio militar obligatorio, el fomento de la cultura en sus diversas expresiones, el discurso ambientalista, la promoción de la solidaridad internacional son capítulos de prestigio que Aznar ha integrado, a veces a la fuerza, a su proyecto político.

Naturalmente, se podrán objetar con razón los programas, la gestión, la calidad del compromiso en estos asuntos, pero no cabe duda que la derecha española ha salido de su primer mandato popular, con un rostro de apertura, de flexibilidad, de escucha activa a las expectativas cívicas. En los preliminares de su segundo gobierno, con una mayoría absoluta en las dos cámaras, el PP y Aznar siguen dispuestos a quitarle a la maltratada izquierda algunas de sus banderas progresistas. El guante para la oposición (chilena) está lanzado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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