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Bruma


Hace frío, han desaparecido los vendedores ambulantes de helado y las cajas de cartón que los precede (las mismas que harán de emblema laboral en un velorio de su gremio, apostados los compañeros en cada una de las cuatro esquinas del féretro con una caja en las manos). En el centro de la avenida, esquivando los vehículos por lado y lado, un hombre agita una bolsa plástica y ofrece calugas Privilegio. Hace cielo bajo de otoño, la micro se vuelve carromato contra la llovizna.



Decretada la pre-emergencia ambiental, un vendedor sube a la máquina -que lleva en su flanco un autoadhesivo gigante promoviendo gotas oftalmológicas para la irritación de los ojos- y ofrece pastillas de eucalyptus para la garganta. Una mujer amamanta a su niño entre los bruscos frenazos del chofer. Nadie mira hacia afuera (nadie mira hacia adentro). El cielo es una placa gris, que no sube de las rodillas, estamos engrudados con él. Respiramos humo ciego, habitado por partículas cuya proveniencia nos escapa.



Cogida por las cordilleras, es la isla de Santiago enclavada en la isla de Chile, es el polvo que baja de las montañas, es el polvo que levantan las construcciones, es el polvo de las calles barridas y el polvo que remueven los vehículos. Son los desechos tóxicos que arrojan las industrias -incluyendo la industria del transporte- y son también aquellos que expelen las centrales de calefacción de los hospitales (que no alcanzan, a pesar del esfuerzo de algunos, a ser industrias). Y respiramos aquella misma bruma en las palabras. No aquella niebla que son las palabras desmayadas, las palabras mistrales que conocen el peso material de los vocablos y juegan a escapar de su gravidez. No aquel problema del lenguaje que adivina que no se dice siempre diciendo, que sabe la dificultad del decir. No, hoy estamos apremiados por la precisión tecnológica del lenguaje y tal vez ese mismo imperativo esté haciendo del decir (decir lo acontecido, decir las responsabilidades; y también, decir lo inenarrable, decir la dificultad de decir) una bruma. Escoria, restos que merodean y no pueden ser tragados. Verdades a medias que no pueden ser tragadas. Intereses que no pueden ser tocados, mercancía-reina pulverizada en aire que se enrarece, polvillo sin nombre. Parece suceder el smog (aquella declinación impersonal de los verbos, forma en que se conjuga la carencia de ciudadanía que es nuestra) del mismo modo que sucede la lluvia.



Tragamos entonces esta falta de aliento como fatalidad. Mientras tanto, esta ciudad de brumas se vuelve a nuestras espaldas una ciudad farmacéutica: el sitio privilegiado de las esquinas, donde reinaban las Fuentes de Soda y otros recintos de la sociabilidad y del habla, están lentamente siendo tomadas por los supermercados de fármacos, lugar donde las ciudadanas y los ciudadanos remedian de manera solitaria un mal difuso, para el cual las palabras semblan haber sido extraviadas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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