El latino sufre de un pavoroso empobrecimiento histórico que nos tiene sumidos en un nivel absoluto de «analfabetismo afectivo».
Sin lugar a dudas la afectividad y la ternura constituyen una puerta de entrada a la reflexión sobre la soberbia y la intolerancia que abundan en nuestro continente. Entre el ir y venir de las crisis y los éxitos no hemos logrado entender el valioso papel que significa la afectividad, no tan sólo en nuestra vida íntima o familiar, sino en esferas en las que hasta hace poco se la consideraba un estorbo, como el trabajo y los negocios.
El latino sufre de un pavoroso empobrecimiento histórico que nos tiene sumidos en un nivel absoluto de «analfabetismo afectivo».
Estamos al tanto de los índices, de las fluctuaciones, de los bits y de lo que sucede al otro lado del mundo, pero nada sabemos de nuestra vida afectiva, por lo que continuamos exhibiendo gran torpeza en nuestras relaciones personales. Ricos y pobres, iletrados y posgraduados, todos manifiestan igual nivel de irracionalidad afectiva.
Nadie está dispuesto a devolver un llamado telefónico, a conversar con un amigo, a leer, a pensar y reflexionar. Contamos nuestros bienes pero no nuestras pasiones. Vivimos un mundo de pequeñas relaciones cortoplacistas, sin generación de redes y amigos. Nada debe distraer al «conquistador» de su objetivo grandioso: someter a los demás a su hegemonía política y a sus redes de mercado.
«El peor enemigo del hombre es el cambiar el ser por el parecer. Vivimos en una sociedad de consumo, que es eminentemente una sociedad de parecer. Estamos llenos de objetos inútiles, de acciones, deseos, sentimientos y pensamientos inútiles. Otro enemigo del hombre es no vivir el presente, estar en el pasado o en el futuro», afirma Alejandro Jodorowsky, escritor chileno.
El más afectado por esta falencia afectiva es el hombre, a quien alguna dictadura de nuestra cultura le prohibe hablar de la ternura o abrirse al lenguaje de la sensibilidad, dado que su formación le ha otorgado una posición de dureza emocional y autoridad a toda prueba.
El hombre ha sido formado para ser proveedor, poseedor y guerrero, que piensa en todo momento en su supervivencia, a través de un modelo autárquico de autosuficiencia. Resulta peligroso tener que depender de alguien en un momento; porque amar nos liga a los seres y los espacios, dificultando nuestra empresa de conquista. La sensibilidad ha sido desterrada de las rutinas productivas y del campo del saber y la ciencia. Hoy el amor y el éxito económico y social viajan en sentido contrario.
El hombre que expresa con intensidad sus sentimientos puede ser calificado de manera peyorativa y «perder el negocio». Nada se teme tanto como la tibieza afectiva. Cuando el mundo se presenta como un objeto de conquista, parece un tanto indeseable el lenguaje de la ternura.
Mientras continuemos aferrándonos a esta deshumanización cultural, estaremos más vulnerables a perder nuestros valores y nuestras posesiones. La ternura constituye entonces un conjuro social destinado a colocar un dique a nuestra agresividad, para que no transmute en violencia destructora.
La propaganda de una famosa bebida, nos da un ejemplo, nos señala el sentir de poetas y trovadores, «el sentir de verdad», transmitiendo sublimemente la plena singularidad del joven que ríe en la pantalla. Entre la verdad del sentir de los poetas y el sentir de verdad, deberíamos abrir los chilenos, un camino a un sentir de verdad de la ciencia, dispuestos a superar el abismo que de manera inhóspita nuestra cultura ha abierto entre el conocimiento y la afectividad.
Hablar de la ternura y de la sensibilidad, es hablar de un nuevo camino para abrir la mente a la creatividad y la innovación, como una alternativa a nuestra mente racional y cartesiana, que nos permita soñar con un país de hacedores y no de seguidores, transformándonos de huérfanos de la inseguridad en hijos de la prosperidad.
La camisa del hombre feliz
El primogénito de un poderoso sultán no era feliz. Pidió a un sabio derviche el secreto de la felicidad. Este le dijo que no era fácil de encontrar, pero le dio un remedio infalible: Ponerse la camisa de un hombre feliz.
El príncipe viajó y probó camisas de emperadores, reyes y gente poderosa. Todo fue en vano. Probó entonces las camisas de artistas y mercaderes, los ricos y los famosos, con resultados negativos. Así erró largo tiempo a la ventura y cuando regresaba taciturno al palacio de su padre tuvo una sorpresa. En el campo, un mísero labriego empujaba el arado contento y rebosante de alegría.
Este es el hombre a quien busco, dijo el príncipe. Y le preguntó:
-Buen hombre ¿Eres feliz?
-Ä„Sí!, contestó el otro.
-¿No ambicionas nada?
-No.
-Pues bien, véndeme tu camisa.
-¿Mi camisa? -repuso el campesino- Ä„Yo no uso camisa!»
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* Fernando Vigorena Pérez es Ingeniero Comercial y Master en Administración de Empresas-MBA. Se desempeña como director de la Escuela de Ciencias Empresariales de la Universidad Autónoma del Sur y encabeza Entrepreneur Consultores Ltda.