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Sísifo y las Reformas


Es un tema ya muy manido y que ha logrado aparentemente aburrir a una mayoría ciudadana. Un asunto que suena ya a letanía o a déja vu y al que pretendidamente se le pasó su cuarto de hora. Y, sin embargo, hay que buscarle pronto una salida, porque está empantanando la historia del país y porque definitivamente hace imposible el ejercicio de una normal convivencia democrática.

Ya habrá entendido usted cuál es el héroe o el villano a que me refiero. Se trata de las famosas, reiteradas y tantas veces burladas reformas políticas o, mejor aún, se trata de hacer que la Carta Constitucional que rige a la nación, cumpla con los mínimos que la hagan acreedora de una homologación democrática.

Esto no es una cuestión de palabras, ni de triquiñuelas jurídicas, ni de movidas de gente aprovechada que se ha olvidado de las necesidades reales de la población. Mientras el club político no llegue a concordar las reformas tantas veces prometidas y citadas, Chile vivirá -guste o no guste reconocerlo a oficialistas y a opositores- en un estado predemocrático e incluso premoderno.

No puede ser que después de diez años de fin nominal del gobierno de las Fuerzas Armadas, aún éstas gocen de una autonomía tal respecto al poder civil, que se pueda hablar casi de un estado dentro del Estado. La inamovilidad de los Comandantes en Jefe, la composición del Consejo de Seguridad Nacional y sus atribuciones, el detalle pintoresco de un Consejo de Censura Cinematográfico con sustancial presencia militar y, sobre todo, la existencia de los senadores designados con el peso de los cuatro representantes de las distintas ramas de uniformados en la Cámara Alta, hacen que se viva políticamente en Chile en una situación de continuo chantaje al poder representativo.

Siempre existen excusas para objetar, postergar, bloquear las reformas políticas: que primero están los problemas sociales; que el momento (cualquier momento) es inoportuno; que hay que dividir el paquete de reformas; que hay que negociar el paquete completo; que hay que tener presente el caso Pinochet; que no hay que tener presente el caso Pinochet; que no se han cumplido las condiciones de la negociación; que detrás de ésta, hay intereses partidistas; que se quiere desmantelar la constitución del 80; que se quiere destruir la obra sagrada del régimen militar; que se va a volver a la ineficacia de la constitución del 25; que se pretenden politizar los nombramientos militares, etc….

Detrás de estas razones, existe en varios sectores de la derecha la comprensible tentación de seguir jugando un juego que les otorga ventajas institucionales a priori, extramuros de la voluntad popular. Esta situación ha hecho que para el mundo tradicional de la derecha las derrotas hayan tenido, en el peor de los casos, sabor a empate y que durante la década de los noventa se haya vivido una y otra vez el absurdo del mito de Sísifo: las reformas se iban estudiando, conversando, preparando, negociando y cuando se llegaba casi a la cumbre de la aprobación, por las razones expuestas, la piedra caía ruidosamente a la base de la montaña y el héroe tenía que comenzar acumulando paciencia su trabajo desde cero. Y, entre tanto, unas reglas tramposas seguían favoreciendo injustamente a una minoría que se aferraba a este dulce privilegio.

Pero, más allá de estas situaciones coyunturales, aparece, en muchos casos, un motivo más de fondo a esta incomprensible incapacidad para aceptar el cambio de disposiciones constitucionales que claramente no tienen asidero. Se trata de una falta de fe en la democracia como sistema, de una simpatía secreta (y a veces publicitada) por modos más o menos burdos de autoritarismo. La democracia, según esta idea, sería un sistema político más y no un objetivo básico e innegociable en la organización de una sociedad.

Así se explica la persistencia de ese núcleo duro e irredentista que ha logrado entorpecer el camino hacia unas reformas que necesariamente tienen que llegar y cuyo bloqueo fomenta inútiles y continuas crisis entre las instituciones del Estado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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