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Cuando el consumidor amenaza con enfermarse


Antes, cuando usted se enfermaba iba al médico, o cuando llamaba por teléfono, hablaba y luego le llegaba la cuenta. Había una relación más o menos directa entre el uso que usted hacía del servicio y la cuenta. Igual que en un restaurant o con su consumo de agua potable. Ahora usted compra «un plan» de salud o de consumo telefónico. Pero, ¿cuáles son los criterios con que usted y yo, consumidores, tenemos para comprar un plan?



Todo el mundo sabe que las instituciones de salud tienen analistas de riesgo de salud, pero usted y yo, ¿cómo evaluamos nuestros riesgos en salud? Dejemos de momento de lado esas horribles sospechas que consumen al consumidor: ¿me estarán estafando? ¿cumplirán? y vamos simplemente al ¿me conviene?. Si usted no murió joven y bello, entonces se habrá enterado que su esperanza de vida ha aumentado casi a nivel de los japoneses (sin el correspondiente respeto a las canas…) y que le toca pensar en achaques, hospitalizaciones y todo aquello. Cuando le visita la vendedora de planes de salud, fantasea usted con un infarto, rápido, prácticamente indoloro y sin mayores costos de hospitalización. La vendedora le informa de las enfermedades catastróficas (para la salud y el bolsillo): cáncer, sida, entre otros. Elimina usted rápidamente el sida, pensando que es algo que le ocurre a los otros (luego de echar un rápido vistazo de su vida sexual cuando éramos seres jóvenes e indocumentados – Gabo, dixit-). Y se apunta de inmediato a un seguro adicional para catastróficas; total nadie está libre de cáncer, además nadie sabe exactamente por qué viene. La vendedora le habla entre tanto de porcentajes de co-pago, días-cama, hotelería, procedimientos, traduce unidades de fomento en pesos y luego al revés, llena su escritorio de folletos, y usted piensa si alguien habrá muerto de los nervios alguna vez… Compra pues un «plan» más o menos adecuado a sus finanzas, firma muchos papeles de letra mínima y espera a enfermarse, o a chequearse de esa antigua dolencia a la que nunca le hizo caso, para ver cómo es el plan que compró. Ese es más o menos el comportamiento racional del consumidor (o al menos el mío…).



Sin contar los días en que usted se llevará yendo y viniendo comprendo «bonos» y haciendo «programas» para una intervención ambulatoria de unos lunares que tiene por ahí… Todo esto suponiendo que usted no se enferme, digo… Echará unas tantas maldiciones a su secretaria que le pidió tiempo para ir a comprar «bonos» justo cuando estaba la superliquidación de las grandes tiendas. En fin.



Especula usted con un chequeo médico, algo así como una revisión técnica de su organismo, esperando poder contar con alguien sensato que le oriente en su vida cotidiana y en los múltiples devenires de su propia máquina: su alimentación, su ejercicio, su sexualidad, esa desazón por las mañanas, su consumo de sustancias (incluido el té), sus vacaciones postergadas…. Pero no. Se entera que, salvo excepciones, nadie le hace el famoso chequeo, a menos que esté dispuesto a internarse una semana completa en que cada pieza será analizada exactamente como pieza de algo que no es exactamente uno. Nadie puede. Aunque le ofrezcan menú a la carta y regaloneos varios, a su cuenta, se entiende…



A poco andar, se entera que el vigilante del sistema de salud para todos nosotros (JP para los amigos) dice que tenemos que mirar nuestros contratos, fecha de vencimiento, cargos, copagos y procedimientos y todo eso porque, por fin, han logrado que nuestros derechos a la salud sean, más o menos, respetados. Pero todo esto exige una conducta de consumidor. Me dirá usted…



La autora es socióloga.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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