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Fast

Existe en la actualidad una masiva avidez de sensaciones, sucesos, lugares. Cada vez se alzan menos barreras a nuestra vital condición omnívora.


Sólo en inglés se puede decir tan rápidamente «rápido». Fast es uno de esos eficaces monosílabos sajones que se clavan en las cosas y en las personas y, en este caso, las ponen en un neurótico movimiento, como si se tratara de una vieja película muda. Comer una comida fast, someterse a una terapia fast, hacer un curso fast, tener sexo fast, darle al botón fast, son expresiones de una época acelerada, urgida por no perderse ninguna de las manzanas del paraíso.

Existe en la actualidad una masiva avidez de sensaciones, sucesos, lugares. Cada vez se alzan menos barreras a nuestra vital condición omnívora. Unas vacaciones de verano, un fin de semana, una simple noche de licencia se despliegan como un largo menú de sucesivas tentaciones: ceder a ellas sólo depende de nuestra velocidad de movilización y de la rapidez de reflejos para adaptarnos a diversos escenarios. Y luego hay que dejarse caer en el vértigo de las aventuras y episodios, como en una prosaica Odisea, en que al final no se encuentra Itaca, sino la abominable oficina del día después.

Pero el fast no impera sólo en el rubro diversión. Los negocios, las artes, las distintas filantropías han sido tocadas por el síndrome del aprisa, aprisa. La agenda de las personas dedicadas a estas ocupaciones está llena de los prestigiosos deberes que suponen actualmente hacer dinero, ser un creador maldito o practicar derechamente el amor a los prójimos. Todo tiene su compacta secuencia de actividades, su implacable hora y deshora, lo cual supone muchas veces cerrar los ventilados intersticios de la conversación, la poesía, el excursus mental y otros inútiles menesteres de la quietud.

La metralla del fast ha rociado nuestras conductas y nuestros espíritus. Más aún, la velocidad se ha constituido ya en un gen inevitable de nuestro ser moderno. Convivimos adictivamente con ella: desde que el ferrocarril y otros artilugios mecánicos rompieron las ancestrales relaciones de los cuerpos con las distancias, el cambio que se ha operado no sólo ha sido físico, sino sobre todo sicológico y moral.

Los valores del reposo y la convivencia gratuita han caído en el descrédito. Cierta parsimonia, cierta cadenciosa sabiduría, cierta latitud conversatoria son equiparadas desdeñosamente con la lentitud y está, desde luego, con la improductiva pereza. La censura recae sobre lo que no es acción continua, aprovechamiento usurario del tiempo. Se va creando, así, una vida sin huellas profundas, una biografía sin hitos que le den sentido e identidad. Se van cegando los manantiales más gozosos del alma. Al final, sólo nos queda el recurso al diván del sicoanalista, a la banal fuga esotérica o a las supercherías de los libros de autoayuda.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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