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Fair Play


Sospecho que la doctrina católica que afirma los ruinosos efectos del pecado original sobre la probidad del género humano, es tan verdadera como la vida misma. El bíblico mordisco de Adán a la manzana nos dejó, según parece, mucho más preocupados de nuestros propios intereses que de los intereses ajenos; mucho más sensibles a los propios trabajos que a los esfuerzos de los demás. El maldito bocado nos hizo, según lo que día a día vivimos, unos tipos proclives al egoísmo, olvidadizos de los dolores del vecino y, por decirlo en un término victoriano, muy poco dados a las saludables prácticas del fair play.



Sirva esta obviedad de catecismo para iniciar algunas reflexiones.



Un escándalo muy difundido y poco denunciado en la actual sociedad chilena, consiste en la seguridad que tienen los que toman decisiones públicas, de que éstas no les van a afectar ni a ellos ni a su grupo de referencia, en ámbitos que sean importantes para su vida. Un sector muy minoritario tiene el privilegio – por su poder económico, religioso, mediático, profesional o político – de escapar tranquilamente a los efectos de sus propias determinaciones. Por eso, no es de extrañar que cada vez se van haciendo más irresponsables respecto a ellas.



Si alguien decide sobre una norma, ley o institución, que no van a formar parte de la propia vida ni de la de su entorno más directo, es muy fácil que caiga, al elaborarla, en la insensibilidad y la rutina y, desde luego, en el ahorro de recursos. Se produce, así, en los decisores (valga el galicismo), un progresivo distanciamiento, que puede culminar en la indiferencia, respecto a los ciudadanos comunes, que ellos sí son afectados directa y a veces dramáticamente, por las medidas adoptadas.



Hay muchos casos concretos en que se repite este modelo de divorcio social. Ante todo, se me ocurre el ejemplo más extremo: el de las cárceles. Hace poco, veíamos en TVN un estremecedor reportaje sobre la Penitenciaría de Santiago. La realidad de lo que nos mostraban inobjetablemente las cámaras, era perturbadora. Sólo nos imaginábamos así algunos de los peores presidios tercermundsistas. La razón de que una sociedad con recursos crecientes y no despreciables, apenas se haya preocupado por la triste situación de muchas cárceles del país, estriba en que nadie de los que decide respecto a ellas, piensa que eventualmente pueda permanecer meses o años en sus celdas algún hijo, hermano o amigo. Siempre se habilitarán cárceles paralelas más amables o habrá mejores abogados defendiendo las propias causas o quizás se produzca algún empujón mediante tráfico de influencias. Pero desde luego, esos miserables espacios carcelarios no son para el sector social que más reivindica su existencia.



Pero algunos dirán que la cárcel es un castigo. Entremos en los hospitales: la sensación de que existe salud de primera y de segunda clase, y quizás de tercera y de cuarta, resulta agobiante. Es verdad que ha habido muchos avances respecto a la situación desoladora heredada de la dictadura. Pero se percibe que el diseño de salud sigue favoreciendo sustancialmente al quintil más acomodado de la población y que todos los que lo han elaborado, pertenecen precisamente a esa afortunada minoría. Nunca, desde luego, han pensado que sus hijos o nietos vayan a tener que acogerse a la salud pública. Desde esa confortable distancia e inmunidad, la salud común de la gente no duele en el alma ni quema en la propia vida. Por tanto, se produce un lento y sedante olvido de tales miserias, que terminan divisándose como si fuesen extraterrestres.



Se podrían añadir otros ejemplos: los frecuentemente precarios colegios municipalizados, ideados por planificadores que nunca pensarían llevar allí a sus hijos; el servicio militar obligatorio, confusión semántica para designar un servicio obligatorio sólo para los menos favorecidos (al menos, hasta ahora); la figura de la separación, dispositivo paralegal disfrutado por sus grandes beneficiarios: los que tranquilamente pueden pagar sus costos.



Detrás de estas situaciones, opera la vieja ley del embudo, de lo ancho para mí y lo estrecho para los demás. Pero hay algo más grave: se burla esa virtud moderna, básica para cimentar la confianza social, que es el fair play. Hay sensación de reglas de juego distintas, de engaño en las interacciones sociales. Hay algunos que juegan con enorme ventaja y todavía aparecen como las grandes víctimas de la delincuencia, del Estado, de la restricción vehicular, de la inmoralidad pública, de la falta de orden y de respeto a la jerarquía. O tempora! El pecado original existe.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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