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Animitas


Después de 8 días en Europa me estaba viniendo la sensación de pertenecer a un paÄ›s virtual, existente sólo para quienes nacimos o habitamos allí. No figura en las páginas de prácticamente todos los medios escritos, radiales o televisivos de este continente que, aunque sea tan sólo por su pasado colonialista, suele preocuparse de lo que sucede más allá de sus fronteras continentales. Claro está que de por medio hubo la elección en Israel y el triunfo del Halcón Sharon y la posibilidad de que el viejo conflicto del Medio Oriente se transforme en lo que ha sido por más de la mitad del siglo pasado, una guerra abierta o larvada.



Sin embargo, y a propósito de lo que otros han escrito en El Mostrador, parece ser que formamos parte de un cierto nivel de conciencia europea que tiene que ver con el resguardo de la democracia como sistema político y de la tolerancia como forma de interrelación social.



Así fue como llegó a mis ojos un artículo de El País dominical, en que el autor, Antonio Muñoz Molina, en un artículo llamado «Agua Pasada», desarrolla la tesis de cómo la muerte borra las vidas de las personas, por densas que ellas parezcan, con particular referencia a quienes han sufrido la muerte por mano ajena, lo que en España hoy hace con frecuencia la ETA, el movimiento terrorista vasco.



En el desarrollo de su argumento -más que interesante- hace una referencia a Chile que prefiero reproducir textualmente, pues creo mas útil que nuestro lector juzgue por su propio intelecto que darle una personal interpretación que en los tiempos que corren puede parecer facciosa, como suele ser nuestro periodismo tradicional y de parte.



Veamos: «… Casi de buenas a primeras, en Chile un imponente general retirado levanta la voz para recordar con detalles escalofriantes los crímenes de los que fue testigo y cómplice hace un cuarto de siglo; familiares y adictos se apresuran a ingresar en un hospital al responsable máximo de aquellas crueldades, el general Pinochet, que se creyó a salvo de ellos, exaltado y canonizado en vida, y cuando se ve fugazmente su cara de viejo asustado tras las ventanillas de un coche parece que huye no de los fotógrafos y de las cámaras de televisión, sino del asedio de los muertos que vuelven y se congregan a su alrededor, que surgen del fondo del mar y de las fosas comunes como en un juicio final cuyo acusado y reo es el decrépito tirano, como los muertos vivientes de las películas de terror de los años setenta…»



¿Qué les parece? O sea que se abre paso a la idea tan criolla de las penaduras, esas almas que giran y protestan pues no han sido cristianamente sepultadas. Esta leyenda chilena probablemente el autor del artículo no la conozca, pero no deja de ser curiosa la forma literaria en que afronta el tema. Es una rara forma la que tenemos de ocupar espacios en los medios y seguirá siendo así mientras no haya un cambio real y sustantivo del país que heredamos de la dictadura y que tanto cuidan en nombre de esa rara cosa que se llama la democracia de los consensos, versión dulzona de otra que podría llamarse la dictadura de buen corazón.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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