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Esos años en la jaula de la UDI


Marzo de 1982. El país previo a la crisis económica, donde aún el boom económico y el «triunfo» en el plebiscito de 1980, daba aires de victoria a la derecha gremialista de la hoy UDI. El Campus Oriente de la Universidad Católica era a comienzos de los ochenta el epicentro del Movimiento Gremial, el cual padecí hasta la saciedad en mis convicciones de joven provinciano de la pastoral y los derechos humanos.



Detesto el asesinato de Jaime Guzmán, no me gustan las odiosidades, pero no es tolerable que algunos que construyeron la exclusión y practicaron con virulencia la violación de los derechos humanos se alcen como paladines por haber mostrado disidencias a los aspectos más oscuros de la noche.



Había miedo en el campus. Sólo el año anterior, 1981, la rectoría «gremialista» había expulsado y sancionado a un centenar de estudiantes de teología, seminaristas y laicos por protestar.



El patio era una muestra de integración social. A un lado (sur oriente) el kiosko pituco que encabezaban los alumnos de derecho. Al frente, los artesanales de teología, periodismo y filosofía.



Gran práctica democrática. El Movimiento Gremial tenía intervenida la FEUC y sólo se elegían delegados de curso para no «politizar» los centros de alumnos y la FEUC. Así, en esa cargante estupidez e hipocresía, todo lo que no fuera oficial era político, mientras ellos controlaban como parte de una historia totalitaria, el poder completo de la Universidad: la rectoría, el canal, la FEUC, los decanos, los medios internos.



Ya había desaparecido un profesor desde El Comendador, ya se sabía de Calisaya y otros grupos paramilitares, ya se sabía de la oratoria gremialista que se traducía en palos y golpes.



Vinieron los brotes de primavera y comenzó la represión. La padecía en lo más cercano. Mi amigo y alumno de Periodismo, Edmundo Urtubia, con quien nos conocíamos de la pastoral en Rancagua, es uno de los tres expulsados por participar en un acto en el patio central, exigiendo el paradero de una dirigenta detenida por la CNI. Se movió la Iglesia y el Movimiento de Schönstatt, del cual era parte Edmundo y el cardenal Errázuriz. No se escuchó nada y Edmundo, a los 19 años, ve violentados sus sueños, como muchos.



Después, lo peor. Durante tres años, se tuvo que enfrentar no sólo la posibilidad de detención en la calle, sino las golpizas de los gremialistas. No quiero dar los nombres de los altos dirigentes de la UDI que hoy levantan la tesis de que fueron cuasi perseguidos por los aparatos de seguridad de la dictadura y que a los vi levantando puños, golpeando con bates de béisbol y profiriendo diatribas iracundas.



Abrimos espacios y centros de alumnos. Allí comenzó la humillación de los hombres partidarios de la «sociedad libre». En las clases, con excepciones, la prédica neoliberal y fundamentalista, en su combinación explosiva. Recuerdo ese miedo académico, estudiantes de periodismo que debían responder que la verdad venía de la ley natural y era absoluta, aunque sus convicciones filosóficas fueran violentadas y su inteligencia tuviese que guardarse para aprobar ramos. La construcción del consenso, la verdad como compromiso social que se construye en las democracias, eran palabras subversivas.



Tuve que ir personalmente a pedir permiso al secretario general, el gremialista Raúl Lecaros, para traer invitados cuestionados por la Rectoría y poder usar un sistema de foros (vaya pluralismo). Aún guardo los rechazos de estos «católicos» a que entrase Clotario Blest, ese santo que igual lo llevamos a un primero de mayo. El rechazo al mismísimo Cardenal Silva (qué valentía la de Pía Guzmán para reconocer la inconsecuencia de la época). La proscripción absoluta a Fernando Castillo y Manuel Antonio Garretón, el ex rector y el ex líder de la reforma. El propio Brünner era un subversivo en la lista negra.



1984 y el estado de sitio, escondiéndose en casas de seminaristas y en el Barrio Alto, mientras una asistente social, con los ojos llorosos, nos comunicaba la sanción de suspensión en mi contra de todos mis beneficios sociales. No era un detalle en el mundo gremialista contra un hijo de trabajador de El Teniente con cinco hijos en la Universidad y con 90 por ciento de crédito fiscal. No fue nada.



Las humillaciones una y otra vez. Expulsan por un año a dos compañeras por escribir en el pasquín «La Vinchuca, diario que pica y chupa», una descripción de la virilidad de las contramanifestaciones de los gremialistas, que no fueron muy correctos en sus gestos obscenos contra una marcha de mujeres por la democracia. Ä„Vaya los diálogos sobre la verdad y la inquisición con Jorge Medina y Hernán Larraín! Este último, justificaba la intervención de la escuela de sicología porque no era pluralista. El sicoanálisis era subversivo, mientras su escuela de economía no toleraba ni el cepalismo de Foxley ni el CIEPLAN.

Cuando perdieron la mayoría de los centros de alumnos y no por convicciones democráticas, decidieron aceptar elecciones directas de la FEUC. Suspendidas con el estado de sitio. Después con Jocelyn-Holt, Eduardo Abarzúa, Enrique Paris, Adolfo Castillo, Mario Bugueño y tantos, les ganamos, sin antes descubrir el masivo fraude de votos escondidos al interior de las urnas de algunas escuelas del Campus San Joaquín.



No había becas para los pobres, que luego se abre como tema recién con la visita del Papa en 1987. La UC era «más cara de lo que quisiéramos», nos respondió el Rector.



Hay un hecho inolvidable en nuestras vidas. En la rabia, alumnos de izquierda, pintan de rojo el rostro de la Virgen sobre el Campus Oriente. No me gustó el gesto de protesta. Pero menos me gustó el gran desagravio por esa virgen ultrajada con algo de pintura, por los mismos que no hacían nada contra el ultraje del templo vivo de Dios que eran nuestros hermanos que sufrían la tortura y la muerte, la detención, el exilio o la sanción en las universidades. Era otro nuestro catolicismo provinciano, de pastoral, leer Solidaridad y Mensaje.



Detesto la muerte de Jaime Guzmán, como desaprobé toda muerte y acto de violencia, aunque fuésemos los «amarillos» para algunos. Pero viví de cerca la jaula gremialista, su represión brutal y sutil. Yo, al menos, no conocí la mano abierta ni los facilitadores de transición ni reencuentro alguno. Sólo el control, el desprecio por el pluralismo y el entusiasmo con una dictadura que a mediados de los ochenta tenía destruido los proyectos sociales y condenaba a la cesantía al 30 por ciento de los chilenos. Fue mi descubrimiento de la UDI. La memoria pervive en mi generación.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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