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El sentido común y otros lugares comunes


El problema del buen sentido o del sentido común se arrastra desde hace mucho tiempo en nuestra historia, atropellando lúcidas conciencias y provocando debacles en la comunicación entre los hombres y ese imaginario que intenta domesticarlos llamado Estado.



Los sentidos comunes son varios, y según el mismo Descartes, el inventor del lugar de la razón moderna, si bien «el buen sentido es igual en todos los hombres, depende de los diversos caminos que sigue la inteligencia y de que no todos consideramos las mismas cosas.»



Asistimos, después de siglos de cientificismo, a una revalorización del sentido común, aunque muchas veces nuestras autoridades y quienes manejan el poder en general no lo comprendan así. Y si bien hoy la duda metódica no está totalmente desprestigiada, ya que siempre existen apelaciones a la existencia del buen sentido «razonable», dichas apelaciones son generalmente provocadas por la policía, los padres, los hijos o aquella preciosa entelequia conocida como la Ley, y no por el deseo ciudadano.



Se podría afirmar que es la hora de los territorios que no han sido dominados todavía por el pensamiento científico del siglo XIX y comienzos del XX, en los que la alta tecnología aun no pasa más allá de las fantasías de sus empobrecidas clases medias. Es decir, la hora de los países que han funcionado más por razones privadas que públicas, más por necesidades viscerales que por razones de estado o nacionales, más por la intuitiva necesidad de la sobrevivencia diaria que por trascendentes destinos de raza, ideales o mitos. Lugares donde la razón dialéctica no parece ser imprescindible ni mucho menos.



Los países latinoamericanos, y otros llamados subdesarrollados, han tenido poco acceso a las llaves del departamento de la razón pública y han sobrevivido gracias a un sentido común mestizo que mezcla sabiamente tradición con modernidad. Algunos expertos incluso piensan que las sociedades altamente desarrolladas, junto a esa razón pública que llevan insertas en sus historias, ya no son un modelo para las naciones más pobres: sus patrones guías ya no son sostenibles en sociedades que sólo pueden sobrevivir como estados bajo sus propios modelos de razonamiento, ya que de otro modo caminarían irremediablemente a la extinción.



Quizá sólo podrían subsistir como naciones errantes o como asociaciones de tribus, pero no como proyectos de estado moderno. A menos que valoren el sentido común.

Quienes nos mandan tienden a pensar que la situación de los estados latinoamericanos es la de entidades todavía poco asentadas que buscan la forma de tener acceso a las llaves del departamento del vecino rico, razonador y positivista, asimilando sus economías y mentalidades para superar sus propias y peculiares contradicciones, sin pensar que sus estabilidades descansan en pocos puntos del espacio y de la historia modernos.



Tampco consideran que esos puntos de equilibrio tienen en general más que ver con sus formas tradicionales de convivencia que con las rápidamente asimiladas de las historias de otros, con el fin de ser productivos y competitivos a como venga.



Tal vez la postmoral de un Lipovetsky o el buen sentido cartesiano puedan explicar lo que pasa en el mundo desarrollado; sus antecedentes profundos están en estos países. En los nuestros, más bien, son los sentidos comunes de un poeta como Nicanor Parra o de un cantante como Rubén Blades los que mejor develan y predicen el comportamiento de las mentes mestizas de estos lugares.

Y mientras más modernos tratamos de ser, sin asimilar nuestro pensamiento mestizo, más nos desorientamos. No podemos quejarnos, entonces, de andar a la deriva.





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