Roberto Rojas, el ex arquero de la selección chilena al que apodan Cóndor, ha sido indultado por la FIFA, que lo había suspendido a perpetuidad luego que se cortó una ceja con un bisturí en el estadio brasileño de Maracaná, para simular que había sido herido por una bengala. La idea era ganar haciendo trampas. Chile debía vencer en ese partido para clasificar al Mundial, y más encima lo iba perdiendo uno a cero. No había por dónde. Algunos creyeron que sí.
Inolvidable imagen: el tipo desparramado por el suelo, contoneándose y restregándose la frente con la muñeca derecha, cubierta por el guante que escondía la cuchilla.
La historia es conocida: el vendaval patriotero en que se sumió nuestro país y que se expresó, entre otras cosas, con el apedreamiento de la embajada de Brasil en Santiago por una multitud; la unanimidad de la prensa para hacer suya la versión de Rojas; la confesión del futbolista y la depresión final.
(Paréntesis: ¿por qué será que Chile es tan propenso a las depresiones? ¿Por qué esa personalidad que va de la euforia a la depresión?)
El caso Rojas reune varias características de tantos hechos de nuestra historia de los últimos años, más allá o más acá, por cierto, de la dictadura. En primer lugar, el engaño, el delito encubierto, lo ilegal. La idea de la pillería, de «saber hacerla», o simplemente del crimen puro y duro apostando a la impunidad.
Segundo, que se ha llegado a saber sólo parte de la verdad -aunque haya un culpable confeso-, porque es evidente que no todo ha sido contado, que los autores intelectuales y quizás cuántos cómplices siguen en la sombra.
Y en tercer lugar, la colaboración, consciente o inconsciente pero siempre entusiasta, de la mayoría de los medios masivos de prensa, veloces en admitir las falsas versiones oficiales, reticentes a investigar por cuenta propia, y en la hora actual tan olvidadizos de su pasado, de lo que hicieron, de lo que publicaron, de las operaciones en que se vieron involucrados: aparece nítido el titular de La Segunda dando cuenta de la muerte «como ratas» de los 119 miristas, asesinados por la DINA, pero anunciados como ajusticiados por el MIR por ese diario.
Para volver a lo del Cóndor, recuerdo con nitidez a esos comentaristas deportivos arengando a las huestes, rimando patriotismo, fútbol y agresividad antibrasileña. De nuevo, como otras tantas veces, éramos Chile contra el mundo, este país pequeño y puro contra la maldad del Universo. Ahora nos hemos enterado que ya en la misma cancha y luego en el camarín hubo jugadores, además de Rojas, que ya sabían que todo era un tongo. ¿Ningún periodista se enteró entonces? Cuesta creerlo. ¿Sólo el Cóndor participó de la trampa? Simplemente inverosímil.
Lo grave es que ahora, con el tema nuevamente puesto sobre el tapete por el indulto de la FIFA, la actitud de fondo siga siendo igual. El propio Rojas no quiere aclarar el asunto. Sus compañeros de entonces dicen que algo sabían y saben, pero se niegan a aportar datos y nombres. El cuerpo técnico y los dirigentes de entonces están mudos. Y el periodismo se contenta con esa ambigüedad.
Uno no sabe qué pensar de unos y otros. ¿Cobardía? ¿Comodidad? ¿O esa solidaridad gremial a la que los chilenos somos tan dados? Por si no lo saben, el código de ética del Colegio de Periodistas prohibe a un colegiado hablar mal de un colega. ¿Y si ese colega es ladrón, canalla, vendido, encubridor de delitos? Tal vez los futbolistas han aprendido mucho del periodismo.