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Una nueva utopía liberal

Sé que lo que he escrito no tiene mucho que ver, quizá, con los planteamientos de este nuevo-viejo grupo o movimiento que se ha exhibido en los medios de comunicación en estas últimas semanas, pero que ya venía dando señales desde hacía tiempo. Se trata de un núcleo que muestra una gran irrelevancia política y que habla del liberalismo desde los lugares social y políticamente privilegiados de siempre.


En el cacofónico anfiteatro político se ha producido durante este último mes otra oleada de música liberal. Bienvenida sea. Si algo necesita esta encogida sociedad chilena es liberalismo: puertas abiertas, moral con luz y taquígrafos, mercados transparentes, medios sin miedos, reglas comunes de juego, un Estado que cumpla sus esenciales funciones al servicio equitativo de todos, empresarios inventivos y dinámicos, pensadores divergentes, ciudadanos hijos de sus propios méritos.



Esta letanía de desiderata no es completa y acaso resulte tendenciosa: me tomo la libertad de perfilar mi propio liberalismo.



Siento agradecimiento hacia el núcleo más audaz de aquellos personajes decimonónicos que defendieron contra el Estado, contra las Iglesias, contra las tradiciones absolutistas y dogmáticas las distintas libertades que ahora son rutina de todas las constituciones. Admiro a aquellos pioneros del espíritu que apostaron a la utopía que todos los ciudadanos son (somos) iguales ante la ley.



Es verdad que algunos convivieron, a veces sin demasiado asco, con situaciones escandalosas de explotación y de exclusión, pero abrieron la brecha y avanzaron contracorriente. Eso ya era mucho para aquel momento.



Mas hoy en día ¿contra qué nos debe defender el liberalismo en Chile? ¿Qué significa actualmente el principio de oro de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley?



Como siempre en política, las preguntas son simples y las respuestas tienen la complejidad venenosa de realidades que se cruzan irreductibles a doctrinas.



Por eso quizás el liberalismo se muestra especialmente cauto en sus propuestas: nos dice mucho más lo que la sociedad no debe ser que lo que debe ser, ofrece ordinariamente muchas más dudas que convicciones, no amenaza con el infierno y se abstiene de prometernos ningún paraíso.



El liberalismo se siente más cómodo siguiendo la vía apofática que la vía apodíctica. Maneja esos gentiles verbos negociadores e inclusivos, como tolerar, debatir, opinar, criticar, proponer, discernir, verbos germinales que han marcado en la historia la expansión de la convivencia, la expresión de las diversidades, la explosión de los individuos.



¿Contra qué nos defiende el actual liberalismo así entendido?



Nos defiende contra lo de siempre: contra los restos de la vieja sociedad estamental que aún persisten con fuerza entre nosotros, contra los valores impuestos en nombre de dogmas y no de convicciones, contra el acostumbramiento a los usos discriminatorios aceptados a veces por los sedicentes liberales más entusiastas.



El liberalismo, como toda doctrina político-social, comienza de una manera de mirar la sociedad, de leerla, incluso de sentirla. Pero esta lectura concreta, en el caso chileno, nos revela que no existe el adecuado fair play, ni las mínimas oportunidades para que los ciudadanos participen y concurran en condiciones similares. El mercado libre y la competencia leal, que son pilares del liberalismo, no se pueden ejercer aquí ni con un lejano espíritu igualitario.



Nos encontramos con una realidad social en que las oportunidades paritarias no sólo no se dan, sino que se ponen obstáculos deliberadamente para que la competencia leal resulte inviable. Un ejemplo es el impedimento para tener acceso a un trabajo por razones de domicilio es un dato vergonzoso y demasiado conocido que nadie se cuida de denunciar y menos de corregir.



Sin embargo, los cazatalentos y las empresas de colocaciones no se recatan en establecer discriminatorias condiciones que no tienen nada que ver con los antecedentes y capacidades personales de los aspirantes.



La cerrazón antiliberal se revela también en la acumulación en circuitos restringidos de trabajos, beneficios y sinecuras. Como no existen posibilidades reales de competir para una gran parte de la población, se produce la perversión del efecto Mateo, según el cual se da más y más al que ya tiene mucho, y se quita al que tiene poco.



Llama la atención de los extranjeros visitantes que en Chile para distintos asuntos se citen siempre los mismos nombres, y que hay personas que circulan por cinco, seis y hasta siete oficinas propias, amén de la situación de algunos envidiables individuos que son miembros de media docena de jugosos directorios.



Todo esto sería perfectamente legítimo en una comunidad abierta y limpiamente competitiva. Pero aquí no hay nada más lejano a esta situación. Se reproduce deliberadamente, a través de mecanismos cenaculares y nepotistas, una sociedad cada vez más fragmentada en la que el poder económico, político y de opinión se va concentrando y blindando. En los hechos esto significa un abandono de los esenciales valores liberales de la meritocracia y la movilización social.



Por eso creo que el liberalismo hoy en día nos tiene que defender de una nueva estamentalización que está impidiendo que las personas y grupos que no pertenecen a los circuitos del poder liberen sus energías y exploten sus capacidades. El liberalismo, en su versión siglo 21, otra vez tiene que apostar por una utopía de igualdad ante la ley de modo mucho más concreto e instrumental y con una negación más radical de las exclusiones y de las discriminaciones.



Sé que lo que he escrito no tiene mucho que ver, quizá, con los planteamientos de este nuevo-viejo grupo o movimiento que se ha exhibido en los medios de comunicación en estas últimas semanas, pero que ya venía dando señales desde hacía tiempo. Se trata de un núcleo que muestra una gran irrelevancia política y que habla del liberalismo desde los lugares social y políticamente privilegiados de siempre.



No hay ninguna nueva mirada sobre la sociedad chilena, ni ninguna lectura que signifique una elaboración concreta para el futuro. Se trata de un diálogo superestructural con la clase política, y en algunos casos, de operaciones políticas con legítimo, pero limitado, alcance individualista.



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