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Bestiario patriarcal

El pintar hasta la saciedad a féminas recostadas con sátiros, centauros, felinos, monos y reptiles parecía obedecer a un apetito masculino de ver a la mujer degradándose, cayendo en una especie de regreso a etapas más bajas de la evolución.


Es sugerente la cubierta del libro La esquina es mi corazón, de Pedro Lemebel, recientemente reeditado con un magnífico prólogo de Carlos Monsivais. En ella aparece el mismo Lemebel, con lencerías y otros adornos, y sobre él yace recostado un caimán. A primera vista esta imagen puede parecer relamida, cursilona o kitsch, pero al mirarla con más atención nos damos cuenta que a través de su cursilería provoca, parodia y revela algunas de las fobias y los abusos de la sociedad patriarcal.



Advierto que no voy a comentar el libro: apenas hablaré de su tapa y de ciertos significados que creo que ella contiene. La imagen no es inocente. No es Pedrito y el lobo. Remite paródicamente a toda una imaginería masculina misógina de principios del siglo 20 que desplegó una cantidad de visiones tópicas de la perversidad femenina, entre ellas la del bestialismo.



En los salones y galerías de esa época abundaban los cuadros de mujeres desnudas, sospechosamente entrelazadas con toda clase de especies sacadas de bestiarios fantásticos y de zoológicos reales.



El pintar hasta la saciedad a féminas recostadas con sátiros, centauros, felinos, monos y reptiles parecía obedecer a un apetito masculino de ver a la mujer degradándose, cayendo en una especie de regreso a etapas más bajas de la evolución. Este descenso en la escala darwiniana era producido por el deseo sin el control del matrimonio ni el norte de la maternidad.



La gráfica que muestra escenas de sátiros y centauros junto a mujeres sensuales sugiere que la pérfida hembra humana incita o exacerba aquella mitad animal del hombre: hace que permanezcan vigentes los vestigios de su anatomía bestial, que deberían ir desapareciendo con la civilización y la espiritualidad.



Al referirse en sus diarios a su grabado La mujer y la bestia, Paul Klee anota: «La bestia que hay en el hombre persigue a la mujer, que no es insensible a esa persecución. Las afinidades de la mujer con lo bestial revelan algo de la sicología femenina.» En el grabado mismo se trabaja visualmente esta afinidad. La mujer de Klee tiene idéntica textura y parece hecha del mismo material de la bestia a la que atrae con una mano, mientras con la otra se sostiene la túnica que se le va deslizando ya por debajo del sexo.



En toda esa imaginería zoológica, el mono aparece como una de las criaturas que mejor se relaciona con la mujer. El sexólogo Havelock Ellis, en sus famosos Estudios sobre la sicología del sexo, anotaba al referirse a la bestialidad: «Moll comenta lo que parece ser indicio de un interés anormal por los monos que demuestran algunas mujeres, que han sido observadas por los cuidadores de los jardines zoológicos».



Añade: «El aventurero Castelnau descubrió cerca del Amazonas a un enorme ejemplar de mono coatí que pertenecía a una india e intentó comprárselo. Le ofreció una gran suma de dinero, pero la mujer se limitó a reír. -Sus esfuerzos son inútiles- le explicó un indio, -es su marido».



En la número 356 de Las mil y una noches se cuenta la historia de una muchacha, hija de un sultán, que es presa de la pasión por un mono y huye con él al desierto. Ése fue uno de los relatos que desató la imaginación bestialista misógina de los artistas del fin del siglo 19. Emmanuel Frémiet hizo en 1887 una famosa escultura, titulada Gorila, en que un mono secuestra a una mujer. En 1933 esta situación se reprodujo en el cine hollywoodense, en la famosa película King Kong, que ha tenido varios remakes e imitaciones.



Schopenhauer arremetió contra lo que llamó «la estúpida veneración romántica» por la mujer, y agregó que «sólo sirvió para hacerlas tan arrogantes e impertinentes que a veces me hacen pensar en los monos sagrados de Benarés».



La escena de Flaubert, que describe el rito en que la sacerdotisa cartaginesa Salambó se deja envolver por la serpiente pitón, desencadenó otra ola de representaciones plásticas, esta vez de mujeres desnudas enredadas en ofidios.



Las fantasías misóginas se alimentaron también de relatos mitológicos. Se pintaron decenas de Ledas acosadas por el cisne, o de Pasifae, la mujer de Minos, que contrajo una malsana pasión por un hermoso toro blanco, relación de la cual nació el monstruoso Minotauro que debió ser encerrado en el laberinto de Creta para evitar la vergüenza de la casa real.



La literatura no se quedó corta. En El año de Clarisa, la bella protagonista de esta novela de Paul Adam va a una corrida de toros y se enamora del toro más que del torero.



Otra lectura de estas reiteradas imágenes es la complicidad, el entendimiento secreto de la mujer con las fuerzas de la naturaleza, lo que remite al personaje de la bruja, también fuertemente estigmatizado por la cultura patriarcal.



Desafortunadamente, esas imaginaciones finiseculares no se quedaron allá lejos, en el pasado, en la otra punta del siglo que se fue. Siguen vigentes ya no en el arte, pero sí en las imprecaciones contra las mujeres. En el léxico machista reaparece el bestiario de la misoginia: vaca, perra, yegua, hiena, alimaña, piraña.



El insulto también opera en sentido contrario: bautizando a algunos animales con nombres femeninos. Así, a una araña venenosa que atrae al macho para matarlo apenas termina la cópula se la llama la viuda negra. Y el mismo nombre genérico se da a la mujer fatal.



Tal vez me excedí en la interpretación de los significados que puede contener la ilustración que adorna la tapa de un libro. Es posible que Lemebel no haya querido decir nada de esto cuando eligió la ilustración para la portada. Me limito a proponer mi propia lectura, en la que advierto una interpelación paródica a ciertas visiones estereotipadas que ha venido creando la cultura machista.



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