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El homicidio burocrático


La cadena de horror y locura desatada por Estados Unidos e Inglaterra en Irak no es la consecuencia de una acción bélica, sino de una planificación política, hecha a miles de kilómetros de distancia, en cómodas salas de operaciones, llenas de mapas y ordenadores tecnológicos, y en las cuales, café en mano, unos militares de Estado Mayor, unas autoridades políticas y unos asesores civiles, deciden cómo y con qué intensidad se mata.



Ese acto es un homicidio burocrático, que realizado sin consideración a la vida y la seguridad de la población civil, con saña tecnológica y uso de armas de destrucción masiva, da lugar para que sus autores sean acusados de genocidio.



No puede haber otra conclusión frente a la obscenidad que estamos presenciando. Porque transformar el producto del genio humano en el dolor y la miseria de seres indefensos, hacerlo concientemente y con aplicación, y adornarlo con la semiótica de la libertad, la democracia, la seguridad, es -simplemente- inmoral y no tiene ninguna justificación.



Ese despliegue implacable de tecnología aplicada a la violencia, destinada a martirizar un territorio, para dejarlo exhausto, sin fuerzas para nada, empieza a generar la paradoja de la dignidad a la hora de la muerte en el pueblo iraquí. Y perfila la gran derrota política norteamericana en esta guerra. En primer lugar porque ha demostrado su inutilidad y los invasores deben aceptar que su éxito militar está en tierra y que le costará muchas bajas. En segundo lugar, porque la simpatía, solidaridad y superioridad moral que tuvieron los norteamericanos en la opinión pública internacional en los días posteriores al atentado de las Torres Gemelas, empezó a desmoronarse con su acción bélica en Afganistán, y termina hoy en un franco repudio internacional por lo que le hacen a la población civil en Irak. En tercer lugar porque EEUU no sabrá qué hacer una vez que haya eliminado la resistencia armada.



Ello es independiente de Saddam Hussein y su dictadura. El atolondrado ejercicio militar norteamericano ya ha transformado a un dictador y genocida, como es el jefe de estado iraquí, en un símbolo en el mundo árabe, pese a que derrocarlo con el mínimo conflicto político fue su objetivo declarado para hacer la guerra.



Ha desarmado, o por lo menos dejado bastante averiada, su alianza con las principales potencias europeas, además de horadar de manera significativa lo poco que queda de la vieja institucionalidad internacional.



Pero quizás si lo más relevante sea que George W. Bush, cuya legitimidad democrática será una gran duda en la historia norteamericana, está conduciendo a los Estados Unidos a la peor derrota cultural y política de su historia, incluso más que la guerra de Vietnam. Ello ante una opinión pública mundial, fenómeno nuevo de sociedad global de imprevisibles influencias en el futuro, y de la cual también forma parte el pueblo norteamericano.



Es posible que los homicidas burocráticos de Washington y Londres después de su jornada de trabajo vayan tranquilos a casa y, tal vez, en unos años más se jubilen y tengan una vejez relajada y en paz, igual que sus adherentes de España o de cualquier parte.



Pero a lo mejor no han hecho todas las cuentas. Y esa potente cultura de la paz, que es posible visualizar en todas partes, pueda imponerse como sentido común y como decencia política, que condene y castigue delitos como los que estamos presenciando. Sentido común y decencia que no tienen ni Bush, ni Blair, ni Aznar.



(*) Abogado, periodista, cientista político y especialista en temas de Defensa.



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