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Perdiendo el sentido

Después de lo que significaron para nuestro país los derechos humanos por la experiencia de la dictadura, renunciar a ellos como guía de la acción política es, en cierta medida, abandonar uno de los cimientos de nuestra democracia. Ellos tuvieron un significado fundacional aunque, desde el inicio, se haya querido esconderlos en ese rincón obscuro y tenebroso que construyó la política de los consensos.


A Juan Enrique Vega, hace diez días, le apodaban «el embajador disidente». Ahora los diarios se solazan dando cuenta de cómo ha caído en el anonimato, que su paso por Santiago fue triste (solitario y final: un homenaje a Soriano nunca está de más). Los periódicos no han considerado interesante, suponemos, que el fondo, el tema a debatir que pudo haberse puesto sobre la mesa con su actitud -el real compromiso de Chile con el tema de los derechos humanos en los foros internacionales- es cosa archivada.



Ä„Qué rápido se van las oportunidades! Y, por otra parte, con qué presteza nos acostumbramos a la guerra. En esta ocasión, la de Irak. No olvidemos que Vega se abstuvo de votar una moción que proponía debatir el tema de los derechos humanos en ese país.



Los bombardeos sobre Bagdad ya son parte de la rutina de nuestro consumo audiovisual, y la muerte, el sufrimiento de niños, la ausencia de legitimidad y razones aceptables del conflicto -que obligan a tratar a la coalición anglo-estadounidense como «agresora»- ya no estremecen como deberían. Es el primer triunfo de la saturación mediática, aupada por CNN, que hace cotidiano el bombardeo y las cifras de muertos, convirtiendo a cada muerto en un anónimo, desprovisto de sufrimiento.



No estoy aquí para defender a Vega, cuya actitud fue pasto para el hablar -rumiar- de los políticos que, reconozcámoslo, cada día cautivan menos con su hablar (los políticos que han asumido jugar el juego de la actual política: aceptando con sumisión a los senadores designados, convirtiéndose al credo de que los ciudadanos son en esencia consumidores, etcétera).



Pero más allá de esa cháchara es oportuno revisar, a partir de esta situación, un tema de fondo que este incidente ofreció como debate y que se eludió. Éste se refiere al argumento que se esgrimió de que el voto negativo de Chile había sido comprometido a Estados Unidos como una manera de congraciarse con la superpotencia, sentida (o resentida) por la actitud de nuestro país en el Consejo de Seguridad de la ONU con relación con la guerra en Irak. El voto, entonces, no tenía que ver con el tema de fondo -si era o no pertinente tratar el tema humanitario en Irak-, sino que como una oportunidad de hacerle una reverencia, casi una genuflexión, a Washington.



Uno tendría, entonces, que ponerse a indagar cuántas de las votaciones tienen un sentido político -oblicuo- y el valor de una moneda de cambio -a veces una simple limosna- y no de responder a la pregunta que se está planteando. Porque, así vistas las cosas, ¿en verdad a Chile no le interesa que se debata el tema de los derechos humanos en Irak?



Suponemos que no. De lo contrario, sería una escalada más en esa pérdida de sentido que la Concertación ha ido construyendo (y, por lo tanto, habida cuenta de tantas pruebas en esa dirección, habría que suponer que sí).



Después de lo que significaron para nuestro país los derechos humanos por la experiencia de la dictadura, renunciar a ellos como guía de la acción política es, en cierta medida, abandonar uno de los cimientos de nuestra democracia. Ellos tuvieron un significado fundacional aunque, desde el inicio, se haya querido esconderlos en ese rincón obscuro y tenebroso que construyó la política de los consensos.



Si ese tema fue el que distinguió primordialmente a los opositores de los adherentes a la dictadura, es sobrecogedor constatar que algunos, en su ejercicio de sobregirarse para ser aceptados por el Poder (en Chile, el con mayúscula es el de esa derecha y sus ramificaciones empresariales que termina en el reconocimiento de la tiranía y la convicción que el fin justificó, y podría llegar a justificar, los crímenes), también han llegado a borrar esa frontera que separa la decencia con la indignidad y la vileza.



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