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Los momentos constitucionales

Dicho de otra forma, mientras los momentos constitucionales se caracterizan por ser escasos y racionales, los momentos políticos lo hacen por ser del día a día y, las más de las veces, frutos de la pasión, esa pasión que lleva a aprobar leyes en 48 horas para que un partido político no quede fuera de las elecciones o que, con la misma rapidez, incorpora nuevos días feriados al calendario.






En teoría constitucional es posible distinguir, en una democracia, dos momentos; unos momentos constitucionales, de un parte, y unos momentos políticos, de otra. Esta distinción, que entre otros realiza Ackerman (We the People), da lugar a las tesis dualistas de la democracia, no por otra razón que por las distinción que detallo ahora.



Los primeros momentos, los constitucionales, son aquellos en que el pueblo (the people) actúa movilizado como un todo, con calma y racionalidad, determinando los que serán los designios políticos, sociales y, porque no, económicos de su país. Esos momentos, por la trascendencia y carga de trabajo que involucran -hay que movilizar a todo el pueblo-, son escasos y se verifican en condiciones sociales determinadas, algunas de ellas, revolucionarias.



Los segundos momentos, en cambio, los políticos, son más comunes y se verifican día a día en las decisiones que el gobierno lleva adelante, generalmente, motivado por la pasión que la actividad política lleva envuelta en sí. Dicho de otra forma, mientras los momentos constitucionales se caracterizan por ser escasos y racionales, los momentos políticos lo hacen por ser del día a día y, las más de las veces, frutos de la pasión, esa pasión que lleva a aprobar leyes en 48 horas para que un partido político no quede fuera de las elecciones o que, con la misma rapidez, incorpora nuevos días feriados al calendario.



Ahora bien, la función de los momentos constitucionales, como ha señalado Elster, es la de sujetar las decisiones políticas -de esos segundos momentos- a los lineamientos que el pueblo ha autoentregado. Es decir, las decisiones de la actividad política no pueden pasar por alto los límites y restricciones que el pueblo, finalmente, se ha autoimpuesto.



De ahí que suele señalarse, con justificada razón, que los momentos constitucionales, donde prima la racionalidad, son los que permiten al pueblo comprometerse con aquellas directrices que sujetarán el ejercicio del poder en el futuro. La pasión de la política, en cambio, podría impedir que las personas -los gobernantes- tengan a la vista esos acuerdos racionales y, por esta razón, las decisiones políticas, muchas veces, son cotejadas con las constitucionales.



En el caso chileno, y no está de más recordarlo, uno de estos momentos -bajo la institucionalidad actual- no se ha verificado; se trata del momento constitucional. Como se sabe, la actual Constitución chilena fue fruto de los trabajos de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución (CENC), de las revisiones del Consejo de Estado y, como si ello no hubiese sido suficiente, de las gomas y lápices de la Junta de Gobierno (o cinceles y martillos, si se prefiere).



Se trata, entonces, de momentos en que si bien se adoptaron las decisiones relativas a la organización política, social y económica de Chile, nunca el pueblo se movilizó -en el sentido que lo demanda un momento de esta naturaleza- para participar en el autocompromiso.



De ahí que, una Constitución como la que nos rige hoy, sea impuesta desde arriba (heterónoma) y carezca de la legitimidad popular (autonomía) que, un plebiscito como el de 1980, no sanea. Y no la sanea, pues en las discusiones de esas instancias participaban personas que, sin dudar de su calidad académica, poseían fuerte simpatía por el gobierno de la época. La forma en que se configuraron esos cuerpos de trabajo y consulta -dejando de lado, desde luego, la junta de gobierno- y las renuncias que varias veces se hicieron saber, despeja las dudas sobre la tendencia de los resultados de esos trabajos.



Y aunque en su momento se declaró que esa comisión (CENC) trabajaría con la autonomía que la tarea del diseño constitucional requería, ello nunca fue así.



Varias veces, el mismo Pinochet dirigió notas, de su puño y letra, donde aportaba «ideas que consider[aba] básicas para plasmar los criterios políticos institucionales que guían al gobierno», dentro de las cuales destacó: «el rol de las Fuerzas Armadas como garantes de la institucionalidad; el afianzamiento de un sistema presidencial fuerte; prohibición legal para la difusión de ciertas doctrinas; revisión de la legislación sobre los medios de comunicación social; superación de la huelga como instrumento válido en los conflictos laborales; el robustecimiento de la propiedad privada y una modificación sustancial de la composición del parlamento, incorporando legisladores por derecho propio en virtud de sus funciones relevantes dentro de la vida republicana» (Verdugo – Pfeffer, 1994).



No es necesario ahondar en las consecuencias que traían aparejadas esas recomendaciones del Comandante en Jefe en el trabajo de la CENC, que se desarrollaba «dentro de la libertad que el Gobierno siempre ha respetado para [sus] trabajos y análisis» (Pinochet, 1973).



Hace algunas semanas el Gobierno ha venido promoviendo la necesidad de generar el espacio necesario para la creación de un nuevo constituyente que admita, en su seno, la pluralidad que la sociedad chilena exhibe. No se ha puesto en ese llamado, todavía, la atención que reclama. Particularmente cuando, fuera de todo lo dicho hasta acá, uno mira a los límites que tuvo siempre a la vista la CENC durante su trabajo: en un oficio de 1977, Pinochet le señaló a los comisionados que su tarea debía estar enfocada a producir «una trasformación de una nueva democracia, cuyos caracteres más importantes he sintetizado bajo los términos de autoritaria, protegida [e] integradora» (Verdugo – Pfeffer, 1973).



Nada más lejano a lo que debe ser una democracia. Autoritaria no lo es, pues, justamente, en ella las autoridades deben sujetar sus actuaciones a la ley que le son impuestas desde el pueblo (imperio del derecho).



No es, tampoco, integradora; la democracia, si hay algo que supone, es el disenso en sus bases. No por nada la libertad de expresión se erige como pilar de la misma, pues permite que las personas manifestemos nuestras diversas concepciones, desde luego, frente al Estado. Por lo mismo no es protegida; ¿de quién debe protegerse? Si la democracia supone la divergencia de opiniones y el pueblo posee la facultad de manifestarlas; si el Estado está al servicio de las personas y no las personas esclavizadas por el Leviatán, ¿quién decide cuáles son las ideologías, actuaciones y pareceres que deben mantenerse al margen del debate público en una democracia?



Las condiciones sociales, al parecer, son propicias para intentar la movilización del pueblo para razonar y discutir, nunca imponer, un nuevo autocompromiso para el pueblo chileno que, esta vez, sí posea legitimidad desde su base, como debe ocurrir en las democracias, desde «abajo hacia arriba».



Domingo Lovera Parmo. Profesor Universidad Diego Portales. Facultad de Derecho (domingo.lovera@udp.cl)

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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