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Editorial: La voz de la calle


La ausencia de la voz y el pulso de la calle en la trayectoria seguida por la transición chilena se ha convertido en una impronta de este proceso, que ha ido de la mano con la elitización de la actividad política. La democracia, que inició su llegada con el triunfo del No el año 1988, lo hizo de la mano de la calle, en medio de un torrente ciudadano que en todos los espacios de la vida nacional se hizo presente para quitarse de encima la dictadura. Algo pasó después que esa participación se disolvió en expresiones puramente simbólicas. Los sucesivos gobiernos de la Concertación se relacionan con la calle a través de los focus group y las encuestas, y los medios de comunicación son el espacio predilecto de la política frente a una ciudadanía que parece sorda y muda.



Los partidos políticos, cuya función esencial en una democracia consiste en conectar al Estado con la sociedad civil y su urdiembre de organizaciones y objetivos colectivos, se resignaron a los efectos del sistema electoral binominal, que predetermina, de una vez y para siempre, de manera burocrática, las representaciones parlamentarias de los principales bloques políticos.



Después de quince años de democracia los chilenos estamos asistiendo a la extinción de muchos de los cerrojos que el régimen de Pinochet instaló en nuestro sistema político. Las reformas constitucionales aprobadas por el Congreso Nacional, reponen parte sustancial de una democracia en forma, sin senadores designados ni Fuerzas Armadas cuyos jefes no dependan del poder civil. Gran noticia.



Sin embargo, la cobertura de prensa es baja y la gente no está informada o no exhibe el entusiasmo que se supone debería derrochar como celebración de uno de los mayores logros democráticos de los últimos 25 años, según los analistas. Las tribunas del Congreso, durante la votación histórica, se veían vacías, a excepción de una escuálida presencia de nostálgicos del ex dictador y grupos de militantes de la izquierda extraconcertacionista, enfrentados a gritos, en una imagen ya tópica de la transición. Realzaba la soledad política del momento, la presencia notoria de Bachelet, Piñera e Insulza.



La calle, como expresión de lo público, y la democracia, van indisolublemente unidas. Cierto es que una democracia no se acredita por la efervescencia de un movimiento popular. Se requiere también de instituciones políticas que obedezcan al modelo democrático. En América Latina, no faltan gobiernos que miden su calidad democrática según el fervor que sus partidarios muestran en la calle, mientras se derrumban las instituciones públicas o se persigue a los opositores.



Que la democracia tenga una ciudadanía activa, no sólo es un beneficio que desintoxica la política de la manipulación mediática, sino que pone un cemento de legitimidad a su funcionamiento. Y llena de significado el sentido más profundo de la representación como función real de la política.



Lamentablemente, la celebración de lo que algunos han llamado la Constitución de Lagos, cuyo acto formal se realizará el 17 de septiembre en La Moneda, no tiene ni gente, ni un elemento sustantivo reclamado por gran parte de la ciudadanía: la reforma del sistema electoral binominal. Los consensos alcanzados luego de un cabildeo de años, no dieron el ancho para que se aprobara la proporcionalidad electoral, principio que siempre fue parte de los genes de la política nacional.



El resultado final es que lo aprobado por el Congreso Nacional, en términos objetivos, concentra aun más el poder político en pocas manos. Eliminados los designados y vitalicios, los treinta y ocho senadores, más el amplio sistema de quorum calificado para determinadas materias de ley, los transforma en un club exclusivo de inmenso poder político. En la antigua República los diputados eran ciento cincuenta. Hoy, con tres millones más de habitantes que hace treinta años, son solo ciento veinte, elegidos prácticamente en un sistema pareado y de manera burocrática. Ningún honorable desea cambiar este exclusivo y reducido universo, y ello quedó claro en la aprobación de las reformas constitucionales.



Esta estrechez de representación ha instalado en el centro de la política a expertos electorales, personajes que hacen la ingeniería de la expropiación de la voluntad ciudadana. Constituyen ya una profesión, una especie de brokers, en un negocio que tiene como mercado cualquier elección, desde modestos concejales en el último rincón del país hasta Presidente de la República, premio mayor de un sistema cada vez menos democrático en sus formas representativas. Esto, aunque se haya avanzado positivamente en otros campos con las reformas constitucionales que entrarán en vigencia.

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