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El «espléndido aislamiento» revisitado


Los chilenos nos enorgullecemos de ser «los ingleses de América del Sur». Y tal como si fuéramos una isla rodeada por el desierto, el mar y la cordillera, nuestra política exterior se ha inspirado tradicionalmente en el «espléndido aislamiento» (the splendid isolation) británico, desconfiando de un vecindario percibido como hostil y distinto. En los albores del siglo XXI, esta conducta se encuentra en revisión debido a la necesidad de sumar fuerzas para aprovechar las oportunidades que ofrece la globalización y enfrentar adecuadamente sus inequidades, peligros y amenazas.



Quizás porque la colonia española más pobre y lejana de América fue capaz de convertirse en el primer Estado en forma de la región, tuvo que luchar por afirmar su independencia y distinguirse de las antiguas metrópolis virreinales, oponiéndose a cualquier intento que pudiera afectar la constitución de una identidad nacional propia. Así, el principio portaliano que consagra el vínculo entre el equilibrio del poder y la supervivencia de Chile, originado en la época de la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana, se convirtió en el primer y único elemento fundante de un perfil estratégico de política exterior que ha tenido el país.



En efecto, Chile ha carecido de definiciones más completas y de largo plazo sobre su posición internacional, contando sólo con algunas preferencias, aspiraciones y nociones prácticas que le hacen parecer reactivo ante los distintos fenómenos mundiales y regionales.



Por otro lado, parte importante de nuestra historia republicana está marcada por un largo proceso de definiciones territoriales. En el caso de Argentina, la paciencia, la buena voluntad y un balance de fuerzas siempre oportuno, permitió concluir pacíficamente con la delimitación de la segunda frontera más larga del mundo. En la zona norte, por el contrario, el conflicto ha marcado las relaciones, y conceptos como «statu quo» y «juego de suma cero», todavía determinan la manera en que se aproximan las partes a un diálogo muchas veces interrumpido y en otras tantas ocasiones reanudado.



Por desgracia, todavía muchos ven la integración latinoamericana con suspicacia o franca desconfianza. Se le considera una mera utopía. Se le considera una mera utopía, un mal negocio, un producto ideológico o, incluso, una excusa para entregarlo todo sin pedir nada a cambio. Para ellos, el realismo más básico indicaría que nuestra actuación internacional debe ceñirse, ni más ni menos, a la famosa frase de Lord Palmerston: «Inglaterra no tiene ni amigos permanentes, ni enemigos permanentes, sólo tiene intereses permanentes».



Pero, a pesar de todo, las profundas transformaciones que ha vivido el mundo, las variaciones radicales en la geometría política sudamericana de los últimos años, que entre otras novedades contempla una fuerte alianza en el Atlántico sur, que no es básicamente comercial o económica, sino política, y el avance de la democracia en el continente, conforman un escenario diverso que nos obliga a ir más allá de diseños basados en la conveniencia de un actor solitario, que lucha por su vida en medio de una jungla hobbesiana. Para viabilizar nuestro desarrollo y construir una sociedad mejor, se requiere tejer esquemas complejos y de suma variable, donde el éxito de los demás es condición del propio.



Es cierto que Chile ha impulsado desde la década del noventa un acercamiento inédito con la Argentina, que no sólo pudo superar el total de las divergencias existentes en materia limítrofe, sino que ampliar significativamente la interdependencia en sectores como la seguridad, la defensa, el comercio, las inversiones y la concertación política, llegando hasta la conformación de una Alianza Estratégica que permite visualizar perspectivas comunes de cooperación en todos los ámbitos. Sin embargo, otra vez quedamos en deuda con nuestros vecinos del norte, pues la solución a las cláusulas pendientes del Tratado de 1929 con Perú y los múltiples progresos en una enorme diversidad de materias, han demostrado ser insuficientes para terminar con los problemas y las profundas desconfianzas que todavía prevalecen en nuestras relaciones.



Efectivamente, la política exterior de los gobiernos de la Concertación ha cumplido exitosamente sus objetivos. Chile se reincorporó a la comunidad internacional y su economía se ha insertado plenamente en la globalización. No obstante, la prioridad latinoamericana, apareció en principio sólo como un complemento, fruto de la insistencia ante una agenda dominada por la suscripción de Tratados de Libre Comercio. A poco andar, las complejidades propias del entorno demostraron la necesidad de no olvidar la dimensión política y los temas regionales.



Ahora se trata de responder a un momento de inflexión que nos desafía a ser creativos y prácticos al mismo tiempo. Por eso creemos posible y necesario levantar un perfil estratégico original para la política exterior de un país como Chile, en una época como la que está comenzando. No obstante, para convertirse en un buen socio y vecino confiable, se requiere asumir una actitud proactiva que despeje los asuntos que entorpecen la convivencia y permita pensar el desarrollo como una meta compartida de progreso y bienestar.



Acordar un modus vivendi asociativo es posible sólo en un contexto sistémico donde cada vecino es vértice articulado y necesario de un proceso mayor de integración, pues el radio de las interacciones sobrepasa la continuidad geográfica más cercana. Esto significa abandonar la idea de que es mejor relacionarse por separado con las naciones limítrofes y que el resto de América Latina es una entelequia poco asible o, a lo menos, una realidad que merece un tratamiento diferenciado, tanto en contenidos como en los esfuerzos a invertir.



En un planeta dominado por fuerzas transnacionales, los Estados-Nación han perdido funciones y capacidad soberana, transformándose sus fronteras en simples puntos de referencia. En estos espacios confluyen Provincias, Departamentos y Regiones que comparten recursos, ventajas y potencialidades factibles de ser sumadas en la perspectiva de lograr un desarrollo territorialmente equilibrado y descentralizado, lo cual obliga a adoptar una óptica más flexible y cooperativa, en horizontes que superan largamente la vecindad más próxima.



Pruebas al canto: la posibilidad de que nuestra voz se escuche en el mundo se relaciona con la capacidad de entendimiento entre los países latinoamericanos; las dimensiones de los agrupamientos productivos de entes locales involucran varias fronteras; los corredores bioceánicos no son factibles sin la participación de Brasil; y el anillo energético sudamericano en algún momento se conectará con el gasoducto del sur, que distribuirá el gas natural de Venezuela a buena parte de la subregión.



Una posición como la que definimos implica, entonces, desplegar nuestra voluntad como país para que, una vez superada la dicotomía amigo-enemigo, podamos romper también la lógica de la competencia y reemplazarla por la de una sociedad para la prosperidad mutua, en el marco de un proyecto de integración que asegure paz, fortaleza institucional, crecimiento económico y grados de participación compatibles con una democracia moderna.



En la aldea global nadie es autosuficiente. Más aun, y siguiendo con el ejemplo británico, aunque los líderes del Reino Unido se resistan, Europa es un hecho concreto al que, les guste o no pertenecen, y más temprano que tarde no sólo deben, sino que necesitan sumarse.



Por eso: The Splendid Isolation must be Revisited.





Cristián Fuentes V./Cientista Político

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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