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Picasso, Hamlet y Molly


Decía Picasso: «¿Qué creéis que es un artista? ¿Un imbécil que no tiene más que ojos, si es pintor? ¿Que oídos, si es músico? ¿Que una lira en cada compartimento del corazón, si es poeta? No, el artista es también un ser político, alguien que siempre está alerta ante los acontecimientos que se desarrollan en el mundo, sean desgarradores, ardientes o dulces, y que a partir de ellos se configura por completo a sí mismo».



Pienso un día si y otro también – de ahí mi obsesión por el tema – en esta época esquilmada por el neo-liberalismo. Una época, deshumanizada, prostituida, desalmada, idiotizada por el afán de lucro. Una época en la que el artista debe como siempre y desde siempre, decidir si comprometerse con los que hacen la historia o con los que la despedazan, y no caer en la moda que pasa sin pena ni gloria; para no ser marionetas del rey, equilibristas sin red. Quizá uno de los motivos de la ceguera-sordera estética actual es la agonía, a veces voluntaria, del concepto y del compromiso.



Y todos, artistas y no artistas, probablemente sintamos en estos tiempos iracundos la necesidad acuciante de recuperar la autenticidad perdida de la palabra, de la imagen, del gesto. Necesitamos a lo mejor volver a la página en blanco. Palabra e imagen degradada por la demagogia política, por la falsa apologética. Palabra e imagen, conceptos, compromisos y conductas excluidas por quienes en función de su propia ideología las consideran vacías, anacrónicas o peligrosas.



Hemos perdido el no rotundo, la interrogante reflexiva o la afirmación sin miedo.



El silencio exterior nos resulta insoportable y el silencio interior amenazante.



El convulsionado progreso nos procura entre otras sutilezas, un lenguaje corporal androide, voces de contestador automático, reflexiones deglutidas, censuradas, computarizadas, estandarizadas. Nos vende sexo al por mayor, erotismo anoréxico, sensualidad a bajo cero, modelos de conducta atrabiliarios, patrones culturales cortesanos. La parte perversa del dios progreso nos ofrece además una filosofía clónica a imagen y semejanza de Molly de Edimburgo.



Consumimos lo que nos dan, como los pavos. Tragamos lo que nos echan. Nos alimentamos de calamidades e insustancialidad, pero no importa mucho porque apretando un botoncito del control remoto cambiamos de tema. Y ya está. De las bombas, la sangre ajena, la bestialidad, y la estulticia cultural, pasamos por arte de birlibirloque al mensaje subliminal de los reality shows; ese engendro globalizado que sin ningún miramiento proporciona al engullidor el cotidiano pinchazo en vena de pedestrismo cataléptico.



Poco a poco todo se va convirtiendo en realidad virtual. Dependiendo de las tragaderas de cada uno, claro.



¿También el artista? Pregunto. Y pregunto con mucha aprensión. Como actriz supongo que convivo con ese no sé que ascético-masoquista en insaciable búsqueda de lo inalcanzable y como ser humano soy un personaje en busca de su Autor. Dando palos de ciego probablemente, solo me atrevo a la duda y a la incertidumbre.



Pero bueno, ya es de noche, el resplandor de la nieve llega hasta la ventana como un fantasma y soy miedosa. Además quiero volver a Molly el clon, antes de llegar a la almohada.



Cada vez que pienso en Ian Wilmut y su apocalíptica oveja, el cerebro se altera. Malas lenguas dicen que las ovejas obedecen a ciegas y en rebaño, que van sin chistar al matadero y que son manjar predilecto de los lobos.



Por eso, después de hacer grandes esfuerzos para olvidar al ovino en cuestión, otras imágenes se van apoderando de mis neuronas reservadas a un análisis más lógico, menos visceral, más apropiado para el momento, menos trágico, más trivial. Pero no, entre estómago y coronilla, quizá en las entrañas del clon veo al Caballero y la Muerte jugando una última partida de ajedrez en El séptimo sello, y el Guernica de Picasso en tamaño cósmico. Veo el Cristo de Dalí como un péndulo atravesando las tinieblas. Y sin saber cómo estoy arrodillada delante del ordenador murmurando La noche oscura del alma.



Ante la perspectiva de morir algún día, naturalmente cada vez menos lejano, imagino eufórica, una última voluntad. Que por favor no me roben ninguna célula, quiero llevármelas todas al otro mundo, sea el que sea. No me interesa esa inmortalidad ovejuna y clónica. Prefiero la duda, esa que nos hace cuestionar cada minuto de nuestra existencia quienes somos y porqué estamos. Discrepo hasta los cimientos de la verdadera finalidad de Molly .



Ahora al filo de la medianoche me apetece una barbaridad volver a leer a la luz de una vela las cartas de Abelardo y Eloísa, y dejar que Hamlet me susurre al oído To be, or not to beÂ…



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Begoña Zabala es actriz y vive en Montreal, P.Q.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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