Publicidad

Ripley: increíble pero cierto


El olvido es un elemento inerte que se activa al juntarse con la estupidez y la codicia. Los desmemoriados, los tontos y los codiciosos se potencian entre sí, igual como reaccionan las sustancias químicas para revelar las fotografías. Y si este «contubernio de lesos», como diría J. Kennedy Toole, tiene los medios para diseminar sus imágenes «creativas», los demás estamos jodidos y nos las tenemos que tragar, aunque nos cueste, sobre todo si tales imágenes forman parte de los rituales y sacramentos del mercado.



Esto es lo que pasa con la campaña publicitaria de la multitienda Ripley que apareció en medios impresos de Santiago. Las fotografías muestran gente colgada de pies y manos, jóvenes maniatados, encapuchados, forzados a sostener posturas corporales que se asemejan a castigos y torturas. La composición de las fotos y ciertos detalles de la intervención en los cuerpos y en la ropa evocan escenarios conocidos: Abu Ghraib, Guantánamo, los transportes secretos de «enemigos combatientes». Se ve, por ejemplo, la yuxtaposición entre cuerpos anónimos sometidos a deprivación sensorial junto a un sujeto que, con atuendo militar estilizado, interpela al lente con un actitud de desafío y de indiferencia, como posando junto a un trofeo.



Los métodos ilustrados también evocan las variantes criollas documentadas en nuestros propios centros de tortura; el vocabulario visual pertenece a Londres 38 y a Villa Grimaldi tanto como a los galpones ESMA argentinos y a la mencionada Abu Ghraib. La semejanza, claro, no tiene nada de casualidad. Estos métodos y sus variantes son el legado del intercambio de instrucción para la lucha anti-insurgente entre los Estados Unidos y América Latina durante la Guerra Fría. En Brasil, Paraguay, Argentina y Chile uno de los métodos de tortura por colgamiento es conocido por medio del término brasileño de pau de arara. Antes de las hamburguesas, los norteamericanos ya habían globalizado los métodos de interrogación, con la inspiración de los franceses, quienes habían perfeccionado sus métodos en Argelia e Indochina. Pero si bien la iconografía de esta campaña se inspira en la sujeción física, la deprivación sensorial y se apoya en la parafernalia asociada de cables, cadenas y capuchas, la atmósfera de las fotos es una extraña mezcla postmoderna de galpón ambientado para interrogatorios, videojuegos o deportes extremos. En las fotos se ve con nitidez la intención de erotizar los cuerpos sometidos.



Los «creativos» de la campaña de Ripley ni siquiera son originales, claro, porque la provocación publicitaria es zapato viejo. Ahí están como antecedentes los modelos anoréxicos de Calvin Klein, la exotización de la pobreza tercermundista y de la limpieza étnica en los avisos de Benetton, o las fotos de mujeres golpeadas, amarradas y moreteadas que sacó una tienducha santiaguina hace unos años para publicitar su línea de modas.



Alguien podría sugerir que la campaña de Ripley es una señal de salud social, por el solo hecho de que se puede usar el pau de arara para hacerle propaganda a la ropa juvenil. Estamos reconciliados, dice esa versión de la realidad, por eso ver a una joven colgando de los pies no nos afecta. No se nos pasa por la cabeza que algo así vaya a pasar de nuevo, «de verdad», en Chile, así como tampoco nos afecta que esté sucediendo en otras partes.



Esta postura («no le pongai pino») no considera que los cerebros –llamémoslos así– de estas campañas no eligen imágenes como éstas porque sean inofensivas. Todo lo contrario, están diseñadas para provocar y romper la catatonia que el mismo bombardeo publicitario induce en los potenciales consumidores. No se explica de otra manera que hace unos años Benetton usara en un aviso para suéteres el uniforme ensangrentado de un bosnio muerto. La excusa era que Benetton estaba contra la guerra, y como era una empresa «progre» tenía permiso para sobrepasarse y choquear. Es que los publicistas siempre quieren matar dos pájaros de un tiro. Lo que venden con la estrategia de shock (shock and awe, diría el Goebbels contemporáneo, Donald Rumsfeld) no es solamente la mercancía, sino la idea misma de que sin esa publicidad la mercancía no es nada, que no logrará distinguirse de la competencia, sobre todo ahora que la globalización borronea el origen de todas los bienes de consumo. El origen de un par de jeans no está en las maquiladoras de Tailandia, El Salvador, o Ciudad Juárez, sino en la campaña publicitaria que los despliega y construye como objeto de consumo.



Tiene que haber sido digna de Ripley la sesión de charlatanería en que los cerebros de publicidad hicieron la presentación de su joyita para la temporada de marzo. ¿Habrán considerado algunos de los problemas mencionados los ejecutivos que fueron tomando la cadena de decisiones que culminó en la producción de la campaña? Si es que los consideraron, da para pensar; y si no los tuvieron en cuenta, da para pensar también.



Susan Sontag empieza su ensayo «Del sufrimiento de los otros» recordando un experimento propuesto por Virginia Woolf para testear las diferencias entre hombres y mujeres acerca de la violencia. En 1937, en plena guerra civil española, la escritora inglesa le propone a un amigo abogado que comparen sus reacciones ante las fotos de muerte y devastación que le llegaban desde España: «Veamos si al mirar las mismas fotografías sentimos las mismas cosas». Woolf concluye que hombres y mujeres sienten igual empatía y compasión ante el sufrimiento ajeno. Pero Susan Sontag, escribiendo en 2003, cuestiona la validez de esta conclusión y sostiene que cuando se trata de contemplar el sufrimiento ajeno, no se debe dar por sentada ninguna identificación, ningún «nosotros». Un «nosotros» prematuramente configurado nos quitará siempre la capacidad de formular buenos juicios éticos.



El valor incidental de las imágenes de Ripley es que nos confirman que, a nivel de país, falta mucho camino por recorrer antes de poder formular un «nosotros» inclusivo y respetuoso ante al sufrimiento ajeno, su recuerdo, o sus representaciones. A nivel planetario, también falta mucho para crear un frente de resistencia ante los esfuerzos del actual imperio por legitimar la tortura (y otras formas de represión), convirtiéndolas en algo tan cotidiano, inofensivo y beneficioso como un simple anuncio de bluyines.



__________________



Roberto Castillo es escritor y académico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias