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La nueva Atlántida


Chad, este país imaginario, tan ficticio como las Hespérides o Camelot, aunque con más moscas, más dengue, más Kalashnikovs y más machetes mellados, se encuentra situado, según la inefable e inconfiable Wikipedia, en la parte más oriental de un supuesto desierto del Sahara, que, por lo poco que sabemos de él , sólo sirve para hacer unas tediosas e interminables carreras de motos donde nuestro compatriota De Gavardo solía romperse la madre cada vez que corría.



Esta fabulosa nación (fabulosa no por magnífica, sino por fabulada) no tiene salida al mar. ¿A qué mar va a salir, nos preguntamos, un país que no existe, salvo que los ex agentes de la CIA que inventaron Wikipedia comiencen ahora a inventarse océanos? Limita, Chad, según dicen (desde Boca Ratón o Cayo Hueso los chicos jubilados de la «compañía») al norte con Libia, al este con Sudán, al sur con la República Centroafricana y al oeste con Camerún, Níger y Nigeria, ésta última a través del lago Chad.



El seudo país cuenta con dos zonas bien diferenciadas: la norte se encuentra dominada por el desierto, Ä„que fascinante! Encontrándose en los puntos más septentrionales el Macizo de Tibesti. El sur es más llano y cuenta con mayor vegetación. Hay que señalar que en la mitad norte la población predominante es la árabe, mientras que en el sur predominan las etnias africanas.



Recuerdo un brevísimo artículo escrito por el recordado abuelo de mi hija Elisa, Horacio Serrano Palma, y publicado un domingo en El Mercurio, titulado justamente: Chad.



En lo central, Serrano ponía en duda la real existencia de Chad. Cosa rara, porque como gran viajero que fue, lo había visitado varias veces en sus extravagantes periplos africanos. E incluso había llegado a adquirir por él un cariño entrañable. Esto sólo viene a confirmar que se puede incluso vivir en un país sin existencia real. Comer de su inexistente gastronomía generalmente nauseabunda. Coger con sus cimbreantes muchachas imaginarias. Y emborracharse con vino de palma, el que regala las resacas más brutales que hombre alguno pueda llegar a imaginar en su vida.



Lo afirmo con conocimiento de causa. Se puede incluso amar un país que no existe más que en la enrevesada geografía colonial de lo viejos mapas y en los teletipos (¿existirán todavía esas máquinas infernales? ) de las agencias de noticias. Lo que sí hay es una carnicería en ese país de fábula. En esa Atlántida con atlantes a pata pelada que cargan un M16 como quien lleva un Ipod. Corre la sangre de todos y nadie sabe por qué. Se comen el corazón de los vencidos gentes que dejó en canibalismo hace centurias. Mucha cabeza cortada. Mucho cuerpo desmembrado.



No pienso hacerme cargo aquí de los nombres impronunciables de los generales que dirigen esta guerra fantasmática en un país soñado por los colonizadores franceses que ya olvidaron esa negra pesadilla hace décadas. Africa entera ya no existe. El SIDA, el hambre, los sables y las lanzas , las maravillosas AKA, se han hecho cargo de perpetuar esta ficción absurda de un
continente perdido.



¿Qué demonios es Africa sino la nueva Atlántida a la que el bueno de Bill Gates regala cada año millones de dosis de vacunas? ¿Donde hasta las monjas Claras enseñan el uso de condones a esos salvajes regidos por las hambres del bajo vientre? ¿Qué es Liberia, ese engendro de los americanos filantrópicos, hoy dedicada a vender su bandera a los barcos para poder mal vivir? ¿Qué diantres es Burkina Fasso, ex Alto Volta, dirigida por un perro llamado Ngagbo?



Nada de eso existe. Chad y Africa, entera, han salido del mundo de las cosas conocidas para hundirse en el mar sangriento y sin orillas de lo mítico. Es hora de meter a todo ese álbum de láminas del pasado en el libro de las fábulas. Lo dejamos hundirse, pues bien, ¿hay qué seguir con la majadería de sus guerras antropófagas y sus pestes y sus conflictos inextricables?



Propongo el olvido total, definitivo, de una tierra de fábulas donde estuvo el Reino del Preste Juan, el palacio de la Reina de Saba, para ocuparnos de cosas que sí existen: Sarkozy con su flamante esposa echando carnaza a las pirañas de la prensa rosa. Los nuevos modelos de Mercedes. La ansiosa espera de los premios Oscar de la Academia. Los Grammy. Las cosas que sí existen en la Tierra.



* Antonio Gil es escritor y periodista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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