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El poder y la letra


La Tercera informó esta semana que los organizadores del acto inaugural del Congreso de la Lengua, a celebrarse en Valparaiso el 2 de marzo, habían decidido prescindir de la presencia de los escritores Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards. Sonaba raro que un Congreso de la Lengua contara en su inauguración con autoridades oficiales pero no con los que se supone que representan la escritura viva y están entre los que más han hecho por dotar a la lengua española de una dinámica proyección hacia el futuro. Poco después llegaron las aclaraciones y rectificaciones de La Moneda, y todo volvió a la normalidad: Vargas Llosa y Edwards no serían excluidos.

Se le puede dar el beneficio de la duda a La Moneda y decir que todo no fue más que el error de un «funcionario medio». Sin embargo, es difícil no quedarse con la sospecha de una burda represalia debida al apoyo de los escritores a Piñera en las pasadas elecciones. Y quizás en el fondo no importe tanto si el autor del desatino era una alta autoridad o apenas un «funcionario medio». Lo que este episodio revela, una vez más, es la perversa relación que existe entre el poder y la letra en América Latina.

Ahora que estamos en época de bicentenarios, es bueno recordar que es nuestras repúblicas nacientes en el siglo XIX el hombre de letras que intervenía en la esfera pública era más la regla que la excepción. El poder simbólico de la escritura hizo que nuestros letrados se contaran entre los principales regidores de las naciones: de sus plumas salieron las Constituciones, las leyes, las reglas para hablar y escribir. Andrés Bello y Sarmiento, nuestros grandes codificadores, sellaron esa alianza entre poder y letra que no haría más que consolidarse con el paso de los siglos. Es cierto que hubo flujos y reflujos, momentos en que la escritura quiso alejarse del poder: pienso, por ejemplo, en los modernistas de fines del XIX (pero incluso ellos tuvieron a Martí). Sin ir más lejos, las nuevas generaciones -digamos, desde la década del noventa hasta nuestros días- han sido explícitas en su deseo de adoptar un nuevo modelo de escritor, más recluido, menos dispuesto a opinar, a intervenir en el debate político. Pero la tradición pesa, y el escritor latinoamericano está más cerca del intelectual público francés que del esquivo autor norteamericano (admiramos el silencio de Salinger, pero en el fondo aspiramos a Camus).

En un continente en el que la vida intelectual nunca ha alcanzado una autonomía que le permita alejarse del poder, es lógico que de vez en cuando el poder resienta estas intervenciones y quiera poner las cosas en su lugar. Nuestros políticos cortejan a los intelectuales y están acostumbrados a su adherencia cortesana, y por ello no saben muy bien qué hacer con las críticas y los rechazos, los gestos de independencia. Ya sabemos a qué extremos se ha llegado en tiempos dictatoriales: la cárcel, la tortura, las muerte.

Resulta tentador rasgarse las vestiduras ante lo ocurrido con Vargas Llosa y Edwards, pero quizás habría que verlo desde otra perspectiva. Que un escritor sea excluido por un gobierno significa que lo que dice todavía importa: su peso simbólico es más fuerte que su peso real. Lo que sorprende es la forma atolondrada de la exclusión, no la exclusión en sí, que es, digamos, el precio a pagar por esa tirante relación entre el poder y la letra en nuestro continente.

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