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Fanáticos: El diablo en campaña


Consideremos la verosimilitud del siguiente personaje. Es un italiano de Modena, un joven virtuoso y creyente y que, siguiendo los pasos de muchos en su pueblo, y acaso también en su familia, ingresa en un seminario y se ordena sacerdote a los veininueve años.

Tiene vocación de teólogo y escribe barrocos tratados sobre la pureza de María. Pero lo atrae también –difícil explicar de qué manera precisa– la demonología: las noticias de posesos y endiabladas, de mujeres y hombres en apariencia normales que una mañana se despiertan llenos de un espíritu ajeno y maléfico.

Pasan años de trabajo pastoral: misas y comuniones, extremaunciones, sermones cada vez más vibrantes y cada vez un tanto más oscuros, pero atractivos para la fe de su rebaño. Habla del trabajo maligno del diablo en la tierra, de las tentaciones a que somete a cualquier hijo de vecino, de los falsos placeres que ofrece y que no pocas veces otorga.

Se decide a explorar ese mundo paralelo. Su mentor es un anciano sacerdote, el exorcista oficial de la Diócesis de Roma, a quien un viejo santón católico ha distinguido con sus halagos. El santón murió hace muchos años, llevando los milagrosos estigmas de Cristo en manos y pies; un día lo desenterrarán y su cuerpo estará casi intacto (salvo la frente, hendida y putrefacta).

El sacerdote de Modena estudia meses y años con el anciano exorcista. Tiene ya más de sesenta años cuando la jerarquía lo reconoce como oficioso actuante en esa misma lidia perpetua entre la Iglesia y Satanás. Ahora, él también es un exorcista, y un tiempo más tarde ocupa el puesto de su maestro: exorcista oficial en la capital universal del pueblo católico.

Su maestro había acostumbrado a la grey a un ritmo enloquecido de trabajo: recibía a setenta u ochenta personas diariamente, en muchos de ellos hallaba las marcas inconfundibles de la posesión demoniaca: exorcizaba por rutina, sin aspavientos. El sacerdote de Modena había aprendido el oficio y las astucias del oficio y pronto su labor hace olvidar la ausencia de su maestro.

El sacerdote de Modena escribe varios libros. En uno de ellos deja establecido el alcance numérico de su trabajo: en los treinta y cuatro años de su lucha con el diablo, escribe, ha exorcizado a setenta mil personas. Dos mil exorcismos cada año; más de cinco exorcismos cada día: setenta mil hombres o mujeres posesos, setenta mil batallas con la oscuridad, setenta mil duelos con Lucifer y sus legiones.

El sacerdote de Modena se llama Gabriele Amorth, exorcista oficial en la ciudad de los césares y de los papas. Tiene 86 años. Su nombre aparece en las noticias cada cierto tiempo. Él fue el primero en advertir que Harry Potter era el diablo enmascarado. Y ha sido el primero en decir, apenas hace tres días, que en los miles de casos de abuso sexual de menores en el seno de la Iglesia Católica, las culpas no son de los pedófilos, sino del demonio.

No ha sido el primero en decir que el verdadero mal no es el abuso en sí, sino el uso que de él hace la prensa mundial. Sí ha sido el primero, sin embargo, en señalar con su nombre al artífice de la conjura. Es Satanás. Satanás, dice el padre Gabriele Amorth, le dicta las noticias al oído a los periodistas, él empuja a los curas pedófilos a violar niños, él pone a esos niños en el camino del escarnio, él mueve los hilos necesarios para que el caso atraviese las fronteras del silencio eclesiástico y llegue a las primeras planas.

Satanás es el responsable. No las bajas pasiones de un adulto colocado en una posición en que es capaz de manipular la mente y el cuerpo de hijos de familias ajenas con impunidad. No la ordenanza eclesiástica que en 1962 decidió que los delitos sexuales originados en el confesionario se trataran siempre de manera secreta dentro de la Iglesia.

Tampoco es responsable la Congregación por la Doctrina de la Fe, que ya en manos del actual papa extendió esa ordenanza para conciliar y esconder bajo ella todo crimen cometido en el interior de la Iglesia que involucrara pedofilia y todo entredicho que involucrara alguna forma de homosexualidad (la homosexualidad en sí es abominable para la Iglesia). El culpable es Mefistófeles.

El padre Gabriel Amorth (que nadie le haga notar que su nombre es un anagrama de «A Mirage Brothel» y «The Mega Liar Bro») es un involuntario ejemplo de muchas de las cosas que han estado mal desde siempre en la Iglesia Católica: de la mano del afán de inculcar el sentimiento de culpa en todos sus seguidores, viene ese impulso mentiroso, incivil, arrogante y fantástico por evitar a toda costa el reconocimiento de las culpas de la Iglesia misma.

¿Imagino que Satán me ha dictado este post?

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