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El pinochetismo, ese placer culpable

José Luis Ugarte
Por : José Luis Ugarte Profesor de Derecho Laboral Universidad Diego Portales
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El abierto rechazo al neo-pinochetismo, ya sea por las propias instituciones -como en el caso Otero- o por los propios políticos –como en el caso Piñera- es una buena noticia.


En un frío invierno inglés a fines de los noventa, Tony Blair decidió calentar la temperatura del debate político fustigando a los conservadores. Los trató de pertenecer al partido de lo intragable, lo indefendible y lo innombrable.

Eso, por defender al mismo tiempo la caza de zorros –lo intragable-, los privilegios de la nobleza –lo indefendible- y a Pinochet –el innombrable-. El escándalo lo provocó su ataque a los cazadores de zorros y a los nobles.

Es que por en el innombrable –como lo llamó Blair- nadie gastaba una vela, no obstante  que entre los conservadores ingleses contaba con más de algún nostálgico partidario -de esos que admiran a dictadores tercermundistas de lejos-. Pero mejor era guardar silencio.

Es que ser pinochetista no es fácil. Menos iniciado el siglo veintiuno. Época de democracia, globalización y tolerancia. No debe ser fácil, entonces, morderse la lengua ante tanto olvido. Ante tanto desprecio y desconsideración.

[cita]El abierto rechazo al neo-pinochetismo, ya sea por las propias instituciones -como en el caso Otero-  o por los propios  políticos –como en el caso Piñera- es una buena noticia.[/cita]

Debe ser difícil viajar por el mundo, especialmente a esos países desarrollados que el chileno medio suele admirar –USA o Europa- y darse cuenta que lo íntimamente admirado provoca tanta repulsión y rechazo. No es exagerado decir, que para esas sociedades, Pinochet representa -con esa foto con anteojos oscuros de fondo- lo más parecido al mal.

Pero mientras algunos –la mayoría- aprieta los dientes y resiste, llevando su pinochetismo como esos placeres que en público nos dan vergüenza, otros –los menos- se desatan. Como Otero y Piñera, José.

Por eso –unos pocos pinochetistas furiosos y desatados cual señora de la Fundación Pinochet- no deberían preocuparnos mayormente.

Nadie espera que personas que participaron y que gozaron de un poder que jamás habrían dispuesto en una democracia en forma, como José Piñera, tengan el más mínimo atisbo de reflexión y autocrítica. En ellos siempre estará el alarido del fanático, o lo que es peor, del agradecido.

Es obvio que como sociedad habría sido mucho mejor que buena parte de nuestra derecha política hubiera reflexionado y volviendo sobre sus pasos, hubiese reconocido el error histórico de apoyar hasta el último de sus días una dictadura que despreció con tanta furia la vida y la dignidad de nuestros compatriotas.

Pero qué va. Para personas como José Piñera, que ubican  la propiedad individual y su defensa como un valor infinitamente superior a la vida o a la libertad personal –de ahí su disparatada comparación entre Hitler y Allende- eso es un lenguaje simplemente ininteligible.

Honestamente, no estamos para esperar tanta virtud y lo que es más importante, ni siquiera lo requerimos.

En efecto, nuestros pinochetistas no tienen ni por asomo esa sensibilidad moral que requiere el arrepentimiento. Esa delicada pero potente disposición que llevo a Günther Grass –sin mayor necesidad que la urgencia que produce hacer justicia con la propia historia y la de los demás- a reconocer con vergüenza, 60 años después, que participó brevemente en las S.S. del régimen nazi.

Ante la calidad moral de nuestros pinochetistas, en cambio,  no tiene mucho sentido esperar vergüenza genuina, esa que deriva del arrepentimiento. Nos debe bastar –y sinceramente creo que basta- la vergüenza pública.

Por ello el abierto rechazo al neo-pinochetismo, ya sea por las propias instituciones -como en el caso Otero-  o por los propios  políticos –como en el caso Piñera- es una buena noticia en esa dirección.

En el resto de los casos, nos debe bastar con que la mayoría de ese pinochetismo siga siendo un gusto puertas adentro. Extraño e inconfesable –qué duda cabe- para el resto de los mortales que solemos valorar la vida, la democracia y los derechos humanos.

Un placer culpable creo que se llama.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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