Publicidad

Virtudes de lo bueno, lo malo y lo feo


«Bueno» y «malo» se han convertido en dos palabras tabú en la crítica, aun más prohibidas mientras más sofisticado es el aparato crítico-teórico y más compleja la formulación del juicio.

En privado, cualquier crítico literario sabrá perfectamente usarlas: los libros siguen siendo, ante todo, buenos o malos, incluso cuando se sabe que los accidentes del gusto y las variaciones de la lectura pueden condicionar el uso de esas, digamos, categorías.

Es como lo que ocurre con los psicólogos, los psiquiatras y los psico-terapeutas: todos saben con cierto grado de seguridad, acaso intuitiva, cuándo tienen en frente a un loco, pero ninguno usará esa palabra en un contexto profesional.

Los dos casos tienen un parecido de origen: los psicólogos saben que los juicios sobre el desequilibrio mental han variado radicalmente con los siglos, que la definición misma de la enfermedad mental se ha hecho tan zigzagueante e insegura que es bastante cauto postergar ciertos juicios radicales.

Los críticos también saben que la valoración estética de las obras literarias ha navegado en círculos y extravíos y contradicciones con el paso del tiempo, de modo que algún viejo hazmerreir literario se ha convertido en clásico décadas o siglos más tarde y (mucho más frecuentemente) grandes amautas de las letras mundiales se han vuelto errores anecdóticos a la vuelta de los años.

Pero hay casos y casos. Aunque, retrospectivamente, un psicólogo pueda diagnosticar las enfermedades mentales de Santa Rosa (recurramos al ejemplo peruano por excelencia), eso no la convierte en loca en su tiempo; a lo mucho, parece darle el extraño status de la demencia a posteriori.

En cambio, entre finales del siglo diecinueve y las primeras décadas del siglo veinte, se diagnosticó como histéricas a un enorme número de mujeres que sufrían lo que hoy se reconoce como síntomas depresivos, perfectamente esperables y en gran medida normales. De hecho, en Freud, la condición misma de ser mujer era en cierta forma un desequilibrio, la causa de infinitas carencias.

En esos casos se puede diagnosticar la cordura a posteriori. Salvo por un detalle: que el estigma ya tuvo lugar, ya cobró sus víctimas, ya dejó su huella en cada una de las personas que lo debieron sobrellevar. Incluyendo a aquellas que acaso murieron pensando que, en efecto, estaban locas.

Los libros, en cambio, tendrán siempre, o casi siempre, una segunda oportunidad sobre la tierra; si se les llamó malos en su momento, podrán seguir existiendo y ser reivindicados y disfrutar (esto es una metáfora) los goces de la consagración: para ellos, aunque no para sus autores, nada es a posteriori, porque ellos viven para siempre (esto es otra metáfora, creo).

Con eso en mente, creo que nos perdemos de mucho esquivando el juicio de valor («bueno», «malo») sólo por miedo a que la posteridad nos enmiende la plana. Siempre hay libros malos y libros buenos. Y libros malos que nos parecen buenos. Aun más: siempre hay libros buenos que nos parecen malos y que algún día se convertirán en libros malos que nos parecerán buenos.

Y por eso, al no utilizar esos dos adjetivos, estamos quitándole a la historia literaria la oportunidad de construir una serie de relatos irónicos, y acaso algunos paradójicos, sobre las variantes de la percepción crítica de la literatura a lo largo del tiempo.

¿Acaso el buen Clemente Palma le hizo algún daño real a Vallejo cuando dejó claro para siempre que los poemas de este último habían sido (en efecto) malos antes de ser buenos, sin necesidad de que se les moviera una coma?

Además, no está de más decir que también hay libros malos que antes fueron malos y que en el futuro serán malos, o incluso peores, y que un crítico no debería reservarse nunca para después (o para jamás) el derecho y el deber a señalarlos con el largo y retorcido dedo de la ignominia. (Ok, eso probablemente fue too much, pero se entiende la idea).

Publicidad

Tendencias