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Vargas Llosa: Un premio que parecía no llegar nunca


En ocasiones así, a uno le dan ganas de hablar en representación de algo más grande que uno mismo: hablar en nombre de toda su generación, por ejemplo, o todos los peruanos, o todos los lectores de novelas. En lo posible voy a evitar arrogarme esa representatividad: hablaré de qué y quién es Mario Vargas Llosa para mí.

Para comenzar, es el autor de las primeras siete novelas adultas que leí en mi vida. En tercero de secundaria, una profesora de literatura me encargó leer La ciudad y los perros y el resultado fue una fiebre, un fanatismo. (Años después aprendí que, cuando uno admira a Vargas Llosa, debe aprender a no ser fanático de nada).

En los meses siguientes leí Los cachorros, La casa verde, Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor y una novela nueva, que publicitaban en la televisión y que se llamaba La guerra del fin del mundo.

Aprendí muchas cosas sobre el mundo y sobre mi país leyendo a Vargas Llosa, pero los laberintos de la admiración (y sí, también los laberintos de la admiración fanática) me hicieron aprender antes que nada una cosa que era radicalmente nueva para mí: que uno podía sentirse amigo de un desconocido, pariente cercano y discípulo de un extraño, que uno podía en verdad querer a alguien a quien nunca había visto.

En los años de mi adolescencia, tuve tres ídolos semejantes. Vargas Llosa fue el primero, el siguiente fue Paul McCartney y el último Stanley Kubrick.

Los tres tenían en común una misma cosa: la capacidad de metamorfosearse en alguien nuevo cada vez, de inventar todo un estilo ad hoc para cada obra nueva, de convertirse en un artista diferente a la medida de aquello que estuvieran imaginando, o a consecuencia de imaginarlo de manera sanguínea, íntima, real, desde muy adentro, hasta el punto en que la misma imaginación que los conducía a crear un mundo y unos personajes, los conducía también a recrearse a ellos mismos, a convertirse en otros.

En mi vida, en esos años, y en los años siguientes, pocas personas de carne y hueso fueron tan reales para mí como Eleanor Rigby o el pájaro negro que espera este momento para levantar vuelo; nadie como Jack Torrance o el Private Joker; nadie tanto como el Poeta, el Jaguar, Lituma, la Pies Dorados, el Periodista Miope, Jum, Galileo Gall, Fushía, Teresita, Santiaguito Zavala, el León de Natuba, Jurema o la Brasileña.

He hablado con Vargas Llosa algunas veces. La primera fue una entrevista de casi tres horas para El Comercio: Vargas Llosa regresaba al Perú después de un largo hiato, para presentar La fiesta del Chivo, y en la entrevista me confesó que empezaba a sentir de nuevo, como en algún momento de su juventud, cierta afinidad con los anarquistas del siglo diecinueve.

La segunda vez fue en el Parque del Retiro, en Madrid, en una Feria del Libro: los stands con autores célebres se multiplicaban, y cada uno dialogaba con una nubecilla de lectores. Vargas Llosa, en cambio, estaba solo en su stand. Era más popular que cualquiera de los otros, pero también tenía en torno a él como un aura de ser de otro mundo que hacía que la gente, una gran cantidad de gente, lo mirara a la distancia, formando una media luna en torno a él, sin atreverse a aproximarse demasiado.

Le conté que yo lo había conocido años atrás, en aquella entrevista, y creo que cuando dijo que lo recordaba fue sólo un gesto de amabilidad. ¿Cuántos cientos de periodistas lo habrán entrevistado? ¿Cuántos miles de entrevistas habrá concedido? ¿Para cuantos aspirantes a escritor que se han cruzado con él y han intercambiado algunas palabras con él ese habrá sido un momento inolvidable?
¿Cuánto tiempo de su vida habrá dedicado Vargas Llosa a conversar con extraños, a tratar de convencerlos de algo, de exponerles algo, de hacerles ver que él piensa tal y tal cosa sobre tal otro asunto, solamente porque, a sus setenta y cuatro años, él es todavía consciente de la responsabilidad que la vida le ha dado a consecuencia de su talento, de su enorme habilidad como retratista de su tiempo, de la estatura monumental de su carrera como novelista?

Cada vez que he hablado con él me he tenido que presentar nuevamente. En verdad, creo que nunca me ha reconocido. Pero puedo decir sin lugar a dudas que yo me he reconocido en sus libros y he reconocido mi mundo en sus libros, y que mi vida es diferente porque lo leí aquella vez, a los quince años, y no dejé de leerlo jamás. No tengo la menor idea de quién sería yo hoy si no hubiera leído a Vargas Llosa. Sólo sé que mi mundo sería infinitamente más pequeño. Me reconozco a mí mismo como su discípulo sin que él lo sepa; él está en mi universo así como yo y tantos otros peruanos y latinoamericanos estamos en el universo que él creó con nosotros y para nosotros.

Y por eso, ahora que celebro el Premio Nobel de Vargas Llosa lo hago como quien celebra un acontecimiento feliz en la vida de alguien que le es completamente cercano, familiar, propio.

Felicitaciones, don Mario Vargas Llosa. No quería hablar a nombre de nadie más que de mí, pero eso es demasiado pedir en un día en que tantos peruanos estamos tan profundamente orgullosos de usted.

Felicitaciones y muchas, muchas gracias.

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