Barack Obama confunde a todos, y eso lo hace un político tan impredecible como peligroso: por experiencia e ideología, pertenece al ala progresista del partido Demócrata (así fue como ganó las elecciones anteriores), pero su impulso vital es el de trascender las luchas ideológicas que han desgastado a los Estados Unidos y contentar a todos. Hay días en que algunos lo ven como modelado en Clinton, pero el político sureño siempre fue centrista y sus ajustes durante su gobierno fueron vistos como naturales a él. Otros días Obama parece Ronald Reagan, por su optimismo natural y su capacidad para proyectar un Estados Unidos innovador en el futuro, capaz de seguir como líder de Occidente. Reagan, sin embargo, sí tenía una ideología, y creía que sólo a través de su imposición Estados Unidos podría mantener su liderazgo.
Obama ha abandonado la ideología progresista (entre otras cosas, continúa la guerra en Afganistán y la cárcel de Guantánamo sigue abierta) y no ha adquirido ninguna otra en su reemplazo. Toma pedazos de aquí y allá que no logran articularse en una visión, en un modelo de configuración nacional por el cual apostar. Resulta irónico que el gran líder de las elecciones pasadas, el hombre capaz de inspirar a una nación después de los años de pesadilla de Bush, termine convertido en el político pragmático por excelencia.
Para su fortuna, en la vereda del frente las amenzas aún no parecen serias. En el partido republicano no han asomado alternativas capaces de seducir al país: Sarah Palin ha perdido el fuelle, Mitt Romney luce como un burócrata sin carisma, y los demás son enanos en una batalla que requiere de gigantes para triunfar. Tal como están las cosas, Obama no tiene mucho de qué preocuparse. Excepto, claro, de su legado, más bien borroso a estas alturas, pero, si el próximo año tiene éxito, ya tendrá tiempo para aquello).