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De la manifestación con violencia a la violencia de la manifestación

Javier Núñez
Por : Javier Núñez Profesor de Estado en Filosofía. Candidato a Doctor en Ciencias de la Educación Université de Toulouse.
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En la licuadora de la historia reciente el encapuchado es un comunista come guaguas, quiere todo fácil y está seguro que a Allende lo mataron. El carabinero es una miniatura de Pinochet, es de derecha y un torturador en potencia.


Quince mil, veinte mil, cien mil personas comienzan a dispersarse. La gran mayoría repliega sus lienzos para volver a sus trabajos, a sus estudios, a sus casas. Tres grupos de no más de diez personas comienzan a insultar a carabineros. Inventan historias poco decorosas con sus mujeres, madres y hermanas y las gritan a los cuatro vientos. Carabineros comienza a acercarse, mientras los manifestantes lanzan piedras y rompen un paradero de buses.

Tres otros jóvenes se acuerdan que Pinochet nunca fue juzgado, que a los mapuches les han disparado balines de goma en el sur y que el royalty del cobre es una broma de mal gusto. Sus caras me dicen que no nacieron durante la dictadura, pero saben que los carabineros eran la guardia pretoriana del gobierno autoritario. Se unen a los sobreexcitados que acaban de cubrir sus rostros.

Mientras un perro callejero orina un plátano oriental, un piquete de fuerzas especiales se apura a desalojar el lugar. No piden con gran gentileza a los últimos manifestantes que se retiren. Algunos lo entienden como una provocación. Si, han adelantado el término de la fiesta, han dado un final abrupto a la manifestación popular.

[cita]En la licuadora de la historia reciente el encapuchado es un comunista come guaguas, quiere todo fácil y está seguro que a Allende lo mataron. El carabinero es una miniatura de Pinochet, es de derecha y un torturador en potencia.[/cita]

Un encapuchado lanza un trozo de concreto contra un bus de carabineros. El gesto de su brazo parece indicar que se siente como perteneciente a una clase social inferior y cristaliza su rencor celebrando el hecho de haber dado en el blanco. Un carabinero responde con una lacrimógena de mano. Para él es un subversivo, un terrorista imberbe que atenta contra el orden público.

Tal vez carabinero y encapuchado se hayan cruzado en un kiosco de algún parque un día domingo. El primero gana treinta mil pesos más que el segundo por mes. No es insensato que ya se hayan visto, dado que nuestra sociedad es sectaria y existe una Plaza Italia que marca el barrio alto del resto de Santiago: ambos frecuentan los mismos lugares.

Sin embargo, en la manifestación no se sienten iguales, uno es un irreverente, no se vende al mercado a pesar de que trabaja o estudia reafirmando cada día el sistema. Está ahí para decir no más de lo mismo. El otro es un guardián del orden público, su presencia debe asegurar el término de la protesta dentro de un orden y la protección a los bienes públicos y privados.

En la licuadora de la historia reciente el encapuchado es un comunista come guaguas, quiere todo fácil y está seguro que a Allende lo mataron. El carabinero es una miniatura de Pinochet, es de derecha y un torturador en potencia.

En esta ridícula dicotomía de la realidad social no hay colores, matices, solo blanco y negro. Una visión anacrónica, digna de un museo, que solo desata violencia absolutamente innecesaria. Innecesaria porque Chile entero quiere una educación pública de calidad y porque el país quiere tranquilidad, poder manifestarse sin arriesgar la vida de nadie.

Flaco favor a la causa social es el dejar con riesgo vital a un carabinero o el disparar un balín en el ojo a un estudiante, como tristemente ya ha pasado. Gran favor para quienes les gustan las cosas como están y emplean la violencia existente en las manifestaciones como argumento para invalidarlas como vía de protesta.

Si tan solo una persona es herida, su vida cambiada o suprimida por la violencia de una protesta, todos somos responsables. Para los cristianos, cuando peca un hombre, Adán, peca la especie entera. No hay que ser cristiano para saber que todos debemos trabajar para construir el país que se quiere y que la violencia es un fracaso para todos.

Protestar no es solo pedir, sino también un cómo, un cuándo y un dónde. El cómo aun no está resuelto y es del bien del país lograr hacerlo. La única violencia lícita en una manifestación yace en el hecho de romper con la continuidad, irrumpir el espacio público. El resto no tiene sentido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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