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Con el vuelto del Pan

Tomás Ignacio Catalán Olave
Por : Tomás Ignacio Catalán Olave Psicólogo Junto Al Barrio www.juntoalbarrio.cl
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Nos olvidamos que somos todos responsables. Que vivimos en el segundo país más desigual del mundo. Que nuestras salas de clases nuestros patios, calles, estaciones de metro, salas de hospital, recorridos de micro, están profundamente segregados. En un lado los ricos, en otro la clase medio, que con las uñas se aferra al borde del abismo, y por otro, los pobres.


Lo primero es la justicia social. Por aquí donde trabajo hay un dicho. “Con el vuelto del pan”.  No es poco cierto, recordará usted una que otra historia de la infancia. Las mejores cosas pasaban con el vuelto del pan. La bebida en botella de vidrio, el helado de la temporada, el dulce con el autoadhesivo coleccionable, la ficha del “flipper” o el taca- taca. “El vuelto del pan” es lo que queda para soñar y para jugar. Invitar a un amigo, al hermano chico o la niña que te gusta de la casa de la esquina. Es el margen de libertad, el espacio para la travesura, los ciento cincuenta, doscientos o trescientos pesos para darse un lujo, un gustito, para olvidarte por un rato de las estrecheces, las urgencias, las necesidades de fin de mes. El cigarrito suelto, la pastilla de menta, el raspe. Tantas cosas se pueden hacer con el vuelto del pan.

Es en estos momentos, en los que las consignas, los conceptos y las reivindicaciones comienzan a sonar a canción repetida, música de fondo, comienzan a perder contenido y transformarse en una publicación de Facebook, un “tweet” aguerrido, un comentario de pasillo o un titular de diario, es cuando se debe volver al origen. A lo que da sentido a palabras que de tanto decirlas se pierden. Lo primero es la justicia social, la inclusión y la equidad.

Somos un país desigual. Lo dicen los políticos de todos los colores, y no sabemos si lo dicen porque es la frase de moda o porque realmente lo piensan. No sé usted, pero a mí eso no me deja de llamar la atención. Y otra vez el riesgo: la desigualdad se transforma en una palabra vacía, un lugar común. Porque cuando un niño de 16  años, hijo de un maestro soldador, padre de cinco hijos y que vive con doscientos cincuenta mil pesos al mes, quién sabe por qué razones, qué resentimientos, que carencias, quema un auto, rompe un semáforo o lanza una piedra, cómo si con eso le dijese al mundo que ya no aguanta más, no demoran en aparecer quienes piden el máximo rigor de la ley. No se trata de justificar. Nadie debería nunca quemar autos, romper semáforos, levantar barricadas. Pero tampoco nadie debería llegar nunca a vivir en un país, en un régimen, donde la segregación, la exclusión, la desigualdad, que se ve en los barrios y poblaciones, la que se puede ver lejos del centro de una ciudad organizada para no verla, nos empuja, casi sin darnos cuenta, incluso sin quererlo, a sentir rabia e incomprensión. Hay lugares, dónde no hay vuelto del pan. Dónde no hay para comprar pan. Dónde no es posible ese espacio de juego e improvisación. Dónde no alcanza para el taca- taca, la bebida retornable, el dulce con autoadhesivo, el cigarrito suelto o el raspe, porque la verdad es que alcanza justo para el pan.

[cita]Nos olvidamos que somos todos responsables. Que vivimos en el segundo país más desigual del mundo. Que nuestras salas de clases  nuestros patios, calles, estaciones de metro, salas de hospital, recorridos de micro, están profundamente segregados. En un lado los ricos, en otro la clase medio, que con las uñas se aferra al borde del abismo, y por otro, los pobres.[/cita]

Una vez leí por ahí, que los pueblos nunca se miran el ombligo, y menos con una guerra entre las piernas. No estamos en guerra, pero si en medio de un profundo descontento social. Y miramos de lejos las protestas de Paris, y nos escandalizamos con lo que hoy ocurre en Londres. Pero nos olvidamos que somos todos responsables. Que vivimos en el segundo país más desigual del mundo. Que nuestras salas de clases  nuestros patios, calles, estaciones de metro, salas de hospital, recorridos de micro, están profundamente segregados. En un lado los ricos, en otro la clase medio, que con las uñas se aferra al borde del abismo, y por otro, los pobres.

Lo primero es la justicia social. Lo primero es que nuestras aulas, patios de escuelas, salas de hospital, micros, vagones de metro, calles, plazas, sean puntos de encuentro, sean lugares donde nos hagamos iguales, donde nos encontremos y nos miremos sin sentir que somos menos o más. Donde el vuelto del pan, porque el pan ya fue comprado, nos permita jugar, y llegar a la casa, de la panadería del barrio, con una buena historia que contar, con un autoadhesivo para pegar en la cabecera de la cama o en la puerta del closet, con una bebida para compartir. Y que no nos pille la tarde, el fin  de semana, el fin de mes, la educación, la salud, el transporte, con los bolsillos vacíos. Con un endeudamiento feroz, una salud para ricos y una salud para pobres, una ciudad segregada, dónde escondemos una pobreza terrible más allá de la soberanía de la mirada privilegiada de los buses rojos de tono londinense que andan por nuestras calles. Y si no es así, entonces no nos sorprenda que ahora, o mañana, o en pocos meses más, nuestras calles se parezcan a las de Paris de Octubre del 2010, o las de Londres de Agosto del 2011.

Lo primero es la justicia social. Asegurar el pan y que ojalá todos podamos volver a la casa con algo mejor que un pañuelo con olor a lacrimógenas, la ropa empapada por el guanaco, o la satisfacción indeseada de haber gritado al mundo que vivimos en otro Chile, dónde tarde mal y nunca la plata alcanza para que quede algo después de comprar el pan.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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