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El suicidio de la educación pública

Pablo Ortúzar
Por : Pablo Ortúzar Instituto de Estudios de la Sociedad
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Por voluntarismo e “infantilismo revolucionario”, lo que el movimiento estudiantil podría encontrar sería un triunfo paradójico: la llave a una educación superior democratizada desde el mercado para una sociedad de masas. Las mismas masas que hicieron desfilar por la Alameda y que repletan cada fin de semana los conciertos y los malls.


“No dudo por un momento que el movimiento estudiantil en su forma actual está posibilitando directamente esa tecnocratización de la Universidad que reclama querer prevenir”

Theodor Adorno a Herbert Marcuse,  en referencia a las protestas de 1968

Las protestas estudiantiles han abierto un espacio de transformación notable, pero no tienen control respecto al sentido de las reformas que se harán cargo de los problemas que han hecho manifiestos.

La razón de esto es que si bien  pueden tener un diagnóstico más o menos correcto del déficit del sistema educacional, el cual les ha granjeado un masivo apoyo, las soluciones que han tratado de imponer tienen, muchas, un sesgo claramente ideológico, el cual, a medida que pasa el tiempo, ha ido ganando terreno en medio de la “radicalización”.

¿Cuál es el contenido de ese sesgo? Estatismo a priori, fobia al mercado como herramienta de coordinación social y la curiosa idea de estar representando “al pueblo” cuando el origen de las demandas, especialmente a nivel universitario, corresponden a la clase media o “pequeña burguesía”.

Estos tres prejuicios, unidos a la idea de que “el gobierno no sabe qué hacer”, que ha otorgado una confianza muy peligrosa a los dirigentes, pueden terminar por configurar un escenario de reforma que jamás hubieran esperado, en conjunto con la autoflagelante forma de movilización.

[cita]Por voluntarismo e “infantilismo revolucionario”, lo que el movimiento estudiantil podría encontrar sería un triunfo paradójico: la llave a una educación superior democratizada desde el mercado para una sociedad de masas. Las mismas masas que hicieron desfilar por la Alameda y que repletan cada fin de semana los conciertos y los malls.[/cita]

El esquema es muy sencillo: el corazón de las demandas de la clase media es siempre mayor seguridad y mejores oportunidades, es decir, expectativas claras. Es por ello que el Estado, con sus cientos de resguardos y reglamentos, apareció siempre durante el siglo XX como mucho más atractivo para este sector que el mundo privado, percibido como lleno de riesgos y distorsiones ajenas al mérito. Una “jungla”, en otras palabras. El fetiche estatista, fuertemente arraigado, proviene de esa sensación.

El camino para asegurarse un puesto y “ascender”, ha sido siempre la educación. Ella provee a las clases medias de aquello que no tienen por redes y prestigio. Es por esto que la gran mayoría de los intelectuales, artistas y literatos nace de entre sus filas.

Sin embargo, con el desarrollo del capitalismo en nuestro país, comenzó a quedar claro que las mayores oportunidades estaban lejos del mundo estatal ¿Oportunidades de qué? De acumulación de dinero y prestigio, de movilidad ascendente, objetivo central de toda clase media, acentuado por el propio desarrollo capitalista, que posterga el prestigio intelectual y ancla directamente al dinero la estima social. Así, fue conformándose una clase media más pragmática, orientada a la ganancia y, principalmente, al consumo, fuente de ostentación.

Aquí es donde aparece el crédito como mecanismo central de la expansión del bienestar de este sector: el crédito permitía convertir el dinero futuro en presente, modificando para siempre el tradicional discurso de sobriedad y trabajo, y generando, al mismo tiempo, niveles de riesgo temibles y un nivel de consumo tremendamente satisfactorio.

La masificación de la universidad fue producto de estas transformaciones: por primera vez casi cualquiera podía llegar a ella. Ya no era necesaria una historia de genialidad, abnegación y sacrificio. Un crédito, con altísimas tasas de interés, bastaba. Y había cupos casi para todos. El problema, por supuesto, venía de trasladar las antiguas expectativas que otorgaba el “haber llegado a la universidad” con las actuales: ahora no cualquier título, casi ninguno, aseguraba trabajo y seguridad. Pero se cobraban como si lo hicieran. Y todos querían, preferían, creer que así era. El crédito con aval del Estado, por supuesto, fue la acelerada que pasó de revoluciones al motor.

La crisis, previsible, estalló ahora.

Pero ¿Es necesariamente el Estado el llamado a solucionarla haciéndose cargo de la educación? No hay ninguna razón de peso para que así sea más allá del hecho de que se perciba al “mercado” como culpable de una masificación del acceso a la educación superior que no cumplió con las expectativas de seguridad en la inversión demandadas, lo cual, de todas formas, tampoco podría hacer jamás el Estado. El resto es un ideal académico (ilustrado) que, por un lado, no responde a la expectativa central de la clase media sobre el estudio universitario (obtener certificados con valor de mercado) y, por otro, no tiene por qué ser exclusivo de universidades “tradicionales” en la medida en que existan fondos concursables para investigar, publicar, etc. Accesibles a cualquier Universidad.

Por supuesto, un mercado bien regulado permitiría vincular directamente  los aranceles de cada una de las carreras impartidas en cada universidad con el ingreso promedio futuro de esa carrera, entregando así directamente información relevante a los estudiantes y sus familias mediante el mejor mecanismo que existe: los precios.

Así, la posibilidad de que la salida al conflicto estudiantil sea una reforma que contemple el fin al lucro, la regulación y certificación de la calidad y un “emparejamiento de cancha” entre la educación superior “tradicional” (por un criterio cronológico que nada tiene que ver con calidad), privilegiada con aportes fiscales directos, y la no tradicional, privada en su conjunto, (donde estudian la mayoría de los estudiantes universitarios y, de entre ellos, la mayoría de los más pobres) que termine por distribuir los recursos según la preferencia de los estudiantes y mediante concursos públicos, no es para nada una idea descabellada. De hecho, es algo así lo que puede leerse entre líneas, y no tan entre líneas, en la postura del gobierno y que explicaría la negativa a aumentos significativos en el financiamiento estructural de las estatales.

La posibilidad de una reforma en ese sentido, paradójicamente, la han abierto la inusitada extensión de paros y tomas estudiantiles, concentrados en instituciones estatales, que han tenido por efecto previsible el desgaste económico de las instituciones y una merma en su prestigio público, además de la emigración de varios estudiantes, lo que se suma a la probable caída de los puntajes de ingreso del año próximo.

Ni hablar de aquellas unidades académicas que hayan optado por perder el año o un semestre, las que definitivamente ponen a su casa de estudios en una situación ruinosa y en rojo las expectativas para los años venideros.

En un escenario tal, el suicidio de la educación pública abriría la puerta a una agenda acorde a la perspectiva de la centro-derecha, y que no pocos en el centro y en la centro-izquierda miran con simpatía, frente a la cual la única respuesta previsible de las casas de estudio estatales vendría por nuevas movilizaciones, tomas y paros que las tenderían a hundir aún más en un espiral de desprestigio y desfinanciamiento.

Así, por voluntarismo e “infantilismo revolucionario”, lo que el movimiento estudiantil podría encontrar sería un triunfo paradójico: la llave a una educación superior democratizada desde el mercado para una sociedad de masas. Las mismas masas que hicieron desfilar por la Alameda y que repletan cada fin de semana los conciertos y los malls. Las mismas masas que no caben, ni les interesa caber, en el pequeño jardín de Akademos, pero que empujan para construir un nuevo, inmenso y democrático bosque de certificados profesionales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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