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La revolución del papa conservador

El papa le estuvo hablando siempre a los más ortodoxos. El problema es que una iglesia no solo debe sobrevivir sino también necesita revitalizarse con nuevos fieles, creyentes jóvenes y creyentes descubiertos en lugares no tradicionales, a los que el Papa no fue a buscar.


Quizás era inevitable que a un papa tan carismático como Juan Pablo II le sucediera uno poco versado en el arte de seducir a la gente; lo que sorprendió a todos fue que el nuevo papa, Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), más que exento de carisma, era simplemente alguien para quien los baños de multitudes y los largos viajes transcontinentales para predicar la palabra de Dios resultaron ser una forma nada disimulada de la tortura. Los problemas de salud terminaron por minar a un papa anciano, que solo quería quedarse en casa, y lo llevaron a tomar una decisión revolucionaria que repercutirá en la forma de entender el puesto de líder de la Iglesia Católica.

Benedicto XVI ya era un hombre poderoso durante el papado de Juan Pablo II; estaba a cargo de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la organización destinada a promover la ortodoxia católica. Elegirlo era apostar por el continuismo, dar un voto de apoyo al proyecto puesto en marcha por Juan Pablo II (frenar los impulsos del ala más liberal de la Iglesia). Sin embargo, ser papa consiste en mucho más que defender un proyecto ideológico. Porque Benedicto XVI es un teólogo más a gusto entre libros y encíclicas, y el puesto para el que se lo eligió no necesita tanto de un intelectual como de un hombre capaz de transmitir visceralmente la fe. Durante ocho años asistimos al espectáculo escasamente conmovedor de un papa que no terminaba de entender ese mundo complejo y turbulento, lleno de desafíos que cuestionaban la relevancia de la Iglesia Católica.

A Benedicto XVI le tocó un período particularmente espinoso, y no salió airoso del todo. Ante el escándalo de los abusos sexuales dentro de la iglesia Católica, respondió de manera tardía; si bien trabajó para imponer nuevas reglas y prevenir abusos en el futuro, lo cierto es que no tomó medidas duras contra los sacerdotes acusados —salvo excepciones muy obvias como Marcial Maciel Degollado, director de la congregación Legión de Cristo en México— y tampoco castigó a los miembros de la iglesia que ayudaron a tapar el escándalo. Se mostró más duro con los que cuestionaban la ortodoxia católica, los teólogos y obispos que se atrevieron a sugerir que era hora de un lugar menos subordinado para la mujer dentro de la Iglesia.

 El proyecto central de Benedicto XVI puede entenderse como un metódico intento de seguir restringiendo los logros liberalizadores del reformista Concilio Vaticano II. La postura conservadora ante el rol de las mujeres en la iglesia se replicó en otros sectores: el papa insistió en la necesidad de volver a celebrar la misa en latín, y, en un tiempo multicultural, ofendió a los musulmanes con comentarios tontos sobre Mahoma. Todos esos gestos, por supuesto, tuvieron adherentes: el papa le estuvo hablando siempre a los más ortodoxos. El problema es que una iglesia no solo debe sobrevivir sino también necesita revitalizarse con nuevos fieles, creyentes jóvenes y creyentes descubiertos en lugares no tradicionales, a los que el papa no fue a buscar.

Irónicamente, al final de su período, Benedicto XVI fue capaz de un gesto tan radicalmente subversivo como la renuncia a su puesto. No se trata sólo de una muestra de humildad, sino de algo revolucionario: al morir los papas en el puesto, mostraban simbólicamente que eran los representantes de Dios en la tierra. Podía haber ex-presidentes, pero no ex-papas. Ahora, sin embargo, tendremos un papa emérito, y eso hará que la institución del papado pierda algo de su magia cuidadosamente preservada a lo largo de los siglos. Después de un mandato deslucido, Benedicto XVI pasará a la historia por su último gesto como Papa.

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