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Michelle o Marcel: el triunfo se verá en la capacidad de negociar

Alberto J. Onetto
Por : Alberto J. Onetto Licenciado en Historia y Magister (c) en Ciencia Política, mención RR.II., PUC.
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¿Qué tienen en común Michelle Bachelet y Marcel Claude, más allá de ser descendientes de franceses avecindados por generaciones en el país, padres de familia de hogares separados e hijos de la clase media profesional del Chile desarrollista de los 50s? ¿En qué se diferencian ambos personajes públicos, más allá de su género, experiencia en el poder y disímil capacidad de convocar voluntades reformistas en el Chile actual? ¿Cuáles son sus reales intenciones de dialogar y negociar con el resto de los chilenos los tan necesarios cambios que precisa este país?

Nos proponemos aquí realizar una asociación libre de dos de los candidatos más representativos – a nuestro juicio – del empoderamiento actual de los chilenos a nivel de género. Michelle Bachelet, como matriarca reconocida por una buena tajada de la ciudadanía y espectro partidista tradicional; y Marcel Claude, como el varón nacional que se atreve a enfrentar el miedo a dar su opinión frente al resto de sus congéneres, con una marcada autoridad y personalidad que causa admiración en multitudes de jóvenes a lo largo del país.

Dejando de lado cualquier consideración ideológica que sazone sus discursos respectivos, pretendemos aquí desmenuzar sus virtudes y defectos como individuos chilenos que encarnan los anhelos y esperanzas de varios millones de compatriotas, de cara a las capacidades de negociación particulares a su género que deberán demostrar antes, durante y después de las elecciones (asumiendo que ambos estarían en condiciones de poder llegar a ocupar el sillón presidencial).

Tanto Michelle como Marcel – además de rimar sus nombres y comenzar con la misma letra – tienen elementos en común que los emparejan, pese a estar separados en su vida personal. Ambos son producto de la clase media profesional que a partir del modelo desarrollista de mediados del siglo XX en Chile permitió su ascenso y estabilización social. Ambos tienen familia, pero no cónyuges que les den un soporte público a su imagen. Pese a estar ambos solos frente a Chile, ambos se imbuyen de un cierto “halo místico” entre sus adeptos y correligionarios: Michelle, encumbrada como una gran madre propensa al cariño en la cabeza y la palabra suave; Marcel, como un patriarca severo, quien a través de una personalidad aguda y demoledora busca inculcar valores más comprometidos y rectos frente a las muchas deficiencias presentes en el ideario y prácticas nacionales.

¿En qué se diferencian ambos candidatos? Michelle como mujer chilena, representa el triunfo político del matriarcado nacional. A falta de una pareja sentimental que la acompañe en actos oficiales, Michelle profundizó su compromiso con ese “Chile matriarcal” haciéndose acompañar por la señora Ángela Jeria, su progenitora.

Para sus seguidoras femeninas, Michelle representa el éxito de la mujer chilena, independiente, luchadora y realizada. Para la gran mayoría de sus seguidores masculinos, la madre que todos buscan en una sociedad donde se extiende el concepto de que “la mujer chilena manda en la casa”. Sin embargo, su gobierno anterior pecó de la astucia solapada y vicio evidente que muchos correligionarios cometieron a nivel económico y político. Al mostrarse hasta nuestros días muy adaptable y muy a gusto en el turbulento medio en que se mueve, ha promovido el convencimiento por parte de aquellos bribonzuelos que siguen danzando alrededor de sus faldas, que su “madre” les perdonó, perdona y perdonará todas sus fechorías, aún si ellas socavan su real compromiso de matriarca de la sociedad.

La gran disyuntiva de su imagen es que, más allá de saberse reconocida y representada en las calles en los miles de “clones” que reproducen su presencia – ¿cuántos “dobles” de Michelle, de pelo corto rubio tirando a colorín, con lentes y vibración maternal no hay dando vueltas en oficinas, consultorios y casas de amigos a lo largo del país? – Michelle sigue amparando a este selecto grupo de sastres que, agarrados de sus polleras con firmeza, pretenden seguir apernados en la “casa de mamá” y continuar rigiendo los destinos de millones de hijos más que no viven con ella ya.

Marcel Claude, en cambio, representa a ese incomún varón chileno seguro de sí mismo y de voz atronadora. Para sus seguidores masculinos, se trata de la voz de una generación que sacude la histórica timidez, el “miedo al qué dirán” y la inseguridad epidémica que caracteriza al chileno tradicional en términos generales, plantándose con convicción y coraje frente al resto para decir lo que siente. Para sus seguidoras femeninas, la siempre grata sorpresa de un chileno atípico, con personalidad y cierta coherencia inteligente en su discurso, que va directo al grano sin tanta “maroma” a la hora de abordar sus inquietudes y deseos.

La gran disyuntiva de su imagen es que, más allá de saberse prototipo de un nuevo chileno decidido, encarador y con desplante que escasea en las calles a lo largo del país, Marcel abusa de la confrontación que no dialoga, del querer tener la razón el tiempo todo aprovechando que son pocos los que pueden enfrentarlo con igual vehemencia, y en fin, de sólo aplicar el humor de forma sarcástica e hiriente cuando hay que destrozar públicamente a otro chileno con menor desarrollo intelectual o carismático que se le ponga enfrente. El gran temor que produce en muchos Marcel Claude no sólo pasa por los cambios que propone, sino por su real capacidad para negociar el poder democráticamente sin tener que transar de rodillas, llegando a genuinos acuerdos nacionales que se basen en su original compromiso con la soberanía popular una vez electo.

¿Qué directriz entonces, podemos asumir, precisan ambos actores, a la hora de consolidar el encanto que granjean en sus electorados, para llegar de mejor grado no sólo a ocupar el sillón presidencial, sino administrarlo de forma eficiente y de acorde a las expectativas que van sembrando públicamente? Creemos que la clave se deposita en la llamada “ética de negociación” que caracteriza al chileno como pueblo.

Somos un pueblo propenso a negociarlo todo, entre nosotros y con nuestros vecinos del barrio. La negociación es un gran deporte nacional, utilizado como respuesta inteligente al medio ambiente hostil que nos circunda. Todo chileno(a) que no quiera sucumbir frente al paisaje que incluye sus pares, debe tener el “aguante” suficiente para superar con estoicismo las catástrofes políticas, económicas y naturales que azotan al país cada cierto tiempo. Y ciertamente, un/a estadista de peso debe encarnar este espíritu desde el sillón presidencial una vez instalado/a… y no camino a hacerse de él.

Sin embargo, los chilenos tendemos a cometer dos grandes errores a la hora de negociar: por un lado, buscamos todo el tiempo evitar soluciones rápidas, eficaces y satisfactorias del conflicto. Tenemos pánico en Chile a las soluciones rápidas: lo que prima es la negociación en sí, la idea de “sacar la vuelta” para lograr ventajas. Se tiende a ridiculizar y menospreciar a los “eficientes y dinámicos” que de forma altanera nos vienen a proponer soluciones inmediatas, “al tiro”. La idea fundamental es disfrutar del problema y no resolverlo pronto, como ha demostrado Michelle siendo presidenta en su relación con los partidos y la ciudadanía.

Por otro lado, tendemos normalmente a caer en dogmatismos y/o fanatismos, a pretender imponer – cuando creemos tener la cura infalible para los problemas que nos aquejan – la fuerza sobre el adversario, dándole mayor intensidad al conflicto, y convocando a muchos “termocéfalos” a seguirnos, aún cuando nuestras intenciones sean de lo más positivas y necesarias para cambiar nuestra mentalidad. Marcel Claude propone un diagnóstico lapidario, grave, pesado. Se comprende que su propuesta no se enmarque en la liviandad, pero su falta de humor y cierta comprensión de otros sentires lo condenan inevitablemente a la rabieta, a la intransigencia y – quién sabe en el futuro – a una cierta propensión al descontrol fruto de las pasiones exacerbadas.

Creemos, entonces, que ambos personajes mostrarán su real capacidad para llevar adelante un gobierno de resultados concretos acordes a la realidad contemporánea del país, cuando comprendan los vicios de la negociación en el que incurre cada uno, y sean capaces de superarlos a través de la voluntad férrea que cada uno posee por llegar a disputar el sillón a fines de este año.

En el caso de Michelle, tendrá que mostrar mayor decisión y menos ambigüedad en su discurso. Convencer en los hechos más allá de las promesas, de que es capaz de jugársela transparentemente, sin evitar resolver temas que le sean incómodos y dejar “para más rato” temas urgentísimos que la sociedad toda requiere enfrentar. Michelle debe expresar lo que realmente siente de forma más comprometida, sin rodeos que confunden, marean y levantan sospechas en el electorado de cara a las urnas.

En el caso de Marcel, su estilo polémico, directo y franco de la actual situación chilena se manifiesta en una constante incomodidad e inquietud que carece de diálogo negociador. Marcel requiere escuchar más a quienes no lo siguen de forma sincera, sin levantar murallas infranqueables que imposibiliten los acuerdos. Y ciertamente, vendrán momentos en que tendrá que callar para convencer. Un buen líder de masas es poderoso tanto cuando habla como cuando calla: conoce el efecto de sus silencios, y los utiliza con éxito en su aplicación del poder.

De llegar uno u otro a la Moneda, tendrán que necesariamente negociar de forma efectiva, clara e inclusiva. Michelle deberá negociar con los jóvenes reformistas de la calle, que no tienen aún el poder político ni económico, pero están volcados a ejercer la soberanía popular fuera de los partidos. Y en el caso de Marcel, asumiendo que tiene igualmente condiciones para llegar a la Moneda, su capacidad de negociación deberá darse – aunque le duela e incomode – con los viejos conservadores en política y empresa, aquellos anti-reformistas que hoy tienen el poder y no querrán perderlo de forma alguna.

Por cuanto nadie quiere a una Michelle Bachelet una vez más prisionera de los partidos ignorando lo que la calle pide, tampoco sería sano para el país tener a un Marcel Claude presidente encerrado en el monólogo incendiario, rabiando el tiempo todo porque el Congreso no le da tan fácilmente lo que pide, y apelando a la movilización popular de forma autoritaria desoyendo las bases más fundamentales del diálogo democrático. Por el bien de la profundización de la democracia en Chile, la ética de la negociación debe ser destilada, pulida y lustrada a vista de todos nosotros.

(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl

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